miércoles, 24 de marzo de 2010

A mis 44 años...

No, definitivamente no estoy viejo; soy un hombre maduro, lo que los gringos llaman middle-age-man, jajaja.
Pues a mi edad, y luego de haber atravesado por ciertas circunstancias que, ya habrán leído algunos, puedo decir con certeza y apego a mi realidad: soy un hombre feliz.
Y aclaro, para quienes piensen que miento: entiendo la felicidad como esa capacidad de disfrutar el momento, el hoy, el ahora, sin pensar mucho en el ayer (acaso como un marco de referencia para evitar caer en los mismos errores), sin pensar mucho en el mañana (¿quién asegura que llegará?).
Me gusta pensar que soy el león de los documentales de Animal Planet: no hubo presa, no llevó de comer a sus leoncitos ni a su leona, pero ellos juegan sin importarles mucho el asunto; la leona no se la arma de pedo al león, y el león, que sabe que tiene qué hacer el día de mañana (si llega, aunque no se angustia por ello), se sienta plácido a mirar el ocaso y se lame y se relame sin mayor complicación.
Así me gusta ver la vida: hacer lo que tengo que hacer para seguir avanzando, para seguir viviendo, sin que en ello me vaya la vida, y disfrutando el camino más que la meta.
Y así, a mis 44 años, me despierto un día con una alegre sorpresa: he encontrado el amor de una mujer maravillosa por la cual siento que soy capaz de darle la vuelta al mundo si fuera preciso; que no me pide nada a cambio, y que en cambio, me da todo lo bueno que es y que tiene para dar.
Y sí, a mis 44 me siento como adolescente, escribiendo, hablando, yendo, viniendo, volando, flotando, viajando en una nube maravillosa de emociones, de sensaciones, de un algo maravilloso que no termino de descifrar.
Ya, en serio, tengo todo lo que necesito en mi equipaje para continuar caminando:
1.- Herramientas y pasión por la cacería de mi presa (me gusta, amo mi chamba, pues), y no me quejo, vivo de lo que hago y vivo bien.
2.- Tengo salud.
3.- Tengo la maravillosa experiencia de ser papá soltero de una hija adolescente y, por si fuera poco:
4.- El amor de una mujer adorable, hermosa.
Tengo o no motivos para decir que soy feliz. No necesito más.
Y que todo esto llegue a esta edad, lo hace más formidable aún: antes no estaba preparado para gozar de estas cosas. Así que dios, en su infinita sabiduría y generosidad, me ha dado esta segunda gran oportunidad de vida justo en el momento en que sabría aprovecharla.
Y yo, sigo caminando.

Cómo y por qué comencé a drogarme...

Generalmente, uno comienza a drogarse por inseguridad y por estupidez; vaya, uno sabe perfectamente, se tengan 10, se tengan 15, se tengan 30 años, que fumar, que beber, que drogarse son actos insanos, dañinos, pero ahí vamos, intentando ser aceptados, intentando entrar en círculos de amistades, en círculos sociales, y cuando menos nos damos cuenta, el círculo se convirtió en una espiral descendente en la que uno cae, cae, cae, cae irremediablemente.
Este noviembre cumplo 8 años de haber salido del mundo de las drogas donde, en serio, caí muy feo, muy terrible, y es ésta experiencia de haber iniciado, de haber caído y de haber salido la que me permite comenzar este proyecto de columna que lo único que intentará es dejar testimonio para que, en el caso, alguno o muchos, miles, millones, puedan verse reflejados y sepan que sí existen salidas, que sí es posible rescatarnos y que siempre, siempre podemos volver a empezar.
¿Cómo comienza uno a drogarse?
No sé, y asumo que cada historia es distinta y que en esta diferencia, hay coincidencias que nos identifican y por eso estoy aquí, para decirle al mundo de adictos que existe en éste y en muchos países: se puede, salir; se debe salir.
Y aclaro: no se necesita ni ser valiente para reconocer la estupidez. Y el que consume droga, que me perdonen, no puede ser llamado de otra forma: es un imbécil, un estúpido, un inmaduro. Punto.
Reconocerse es asumirse, asumirse nos responsabiliza de nuestros actos y, al ser responsables, comenzamos a ser libres.
En 1989, a mis 24 años, consumí por primera vez cocaína y, debo admitirlo: sentí, efectivamente, que me refrescaba, que ante la apremiante carga de trabajo era como un respiro de oxígeno, como si hubiera descansado por varias horas… Esa fue la única ocasión en que sentí eso; nunca, N-U-N-C-A más volví a sentirla. La segunda, la tercera, la cuarta… 13 años más tarde siempre me sentí igual: mal y hasta creí que no podía dejar de hacerlo.
Cada inhalada era un pase seguro a la intranquilidad, al nerviosismo, a la ansiedad, a la aprehensión, a la paranoia. Sentía, desde la segunda vez y hasta la última, hace casi 8 años, que todos me veían, que todos me escuchaban, que todo me delataba, que todo se me caía.
Y, créanme, no es nada agradable. Del por qué insiste uno en consumir algo que no me hace sentir bien y, además de todo eso, me provoca malestar, ya hablaremos. Sucede igual con el alcohol: no sabe bien, no es agradable. Es una mentira que nos hemos dicho y nos la hemos creído. La neta, la neta, el cigarro, el alcohol y las drogas no saben bien, no hacen sentir bien. Pero tenemos tanta necesidad de sentirnos mal…
Era 1989. Ah, qué jovencito, qué enjundia… qué imbécil era.
Jefe de prensa de Salma Hayek y de Lucía Méndez, reportero de El Heraldo de México, atleta amateur que corría diez kilómetros diarios y hacía una hora de aeróbicos, y con todo y eso, comenzaba a destruirme, a perderme, a espantarme de lo que estaba construyendo.
Una noche, le dije, fue un jalón, como le dicen. Y al día siguiente fue otro, por la tarde, en la redacción.
Estaba cansado, o pretendía estarlo para tener el pretexto de pedirle al “amigo” que me había iniciado que “se mochara” con un jaloncito más. Y una vez más en el baño, el autoengaño: respirar, jalar hasta que duela, hasta que corte, hasta que sangre.
Pero, lo juro, la segunda vez no fue tan “maravillosa” como la primera. La segunda vez me hizo sentir mal, muy mal: sudor incontrolable, dilatación excesiva de mis pupilas, nerviosismo, ansiedad… Salí del baño hecho un pendejo con la quijada trabada, que no quería que nadie me hablara, que no quería ni contestar el teléfono ni voltear a ver a nadie, ni hacer nada que no fuera meterme en mi terminal de computadora y escribir, escribir, escribir para que nadie se acercara a platicar.
Me sudaba la frente, sentía una sed inmensa, imparable… Quería que alguien me ayudara, y fui tan perfectamente estúpido que recurrí al mismo amigo, quien de inmediato sugirió: córtala con un trago.
Y sí, este tarado fue a la cantina de la esquina y comenzó a entender la trilogía del hábito: cocaína, alcohol, tabaco.
Y durante muchos años este trío apareció en mi vida como algo indisoluble, como eso: un hábito perfectamente aprendido, perfectamente ejecutado. Como el perrito de Pablov: me tocaban la campanita del polvo, y mi mente asociaba: alcohol, tabaco.
Pero, debo confesarlo, esto apenas lo entendí hace 8 años: descifrar la estructura del hábito, que es lo que rompe madres en uno mismo: el hábito como un báculo innecesario que volvemos necesario, como ese muñeco de peluche que necesitamos para dormir, y que conforme crecemos se convierte en pijama favorita, en el vasito de leche, en el cigarrito para el baño, en la revista para evacuar, en la novia que sufrimos pero no dejamos… En todo aquello que sirve de pretexto para hacer o dejar de hacer lo que en verdad debemos hacer para lograr el único cometido verdaderamente inherente a la naturaleza humana: vivir, disfrutar este regalo que es la vida.
En 1989 yo era un triunfador: tenía siete trabajos alternos, terminaba mi carrera universitaria, ganaba buena lana y, cómo no iba a triunfar si ya hasta había entrado al entonces cerrado círculo de consumidores de cocaína.
Dígame si me equivoco: el consumidor es un imbécil, un estúpido que puede encontrar los pretextos que quiera con tal de entender y justificar su adicción.
No es un enfermo, no. La estupidez y la inmadurez no necesitan medicinas ni terapias.
Necesitan de madurez para evolucionar, para conocerse, reconocerse, asumirse, y liberarse.
Éste es el inicio de una historia que duró 13 años y que hoy espero le sirva a alguien para saber que se vale cagarla, pero que es obligación imperdonable no limpiarla.

Me han preguntado si sigo consumiendo droga...

Me han preguntado si sigo consumiendo droga. La respuesta es no. Hace dos años y tres-cuatro meses que no la consumo.
Me han preguntado si sufro. No, no sufro.
Me han preguntado si ya encontré trabajo. Sí, desde hace dos meses me reincorporé a una empresa que quiero, que respeto: Televisa, y estoy como reportero de espectáculos en La Oreja y en Con todo. Felizmente lo digo: amo esta chamba.
Y quizá usted pensará, al igual que mi familia, lo mismo que mis amistades cercanas: ¿otra vez a lo mismo? ¿Al mismo ambiente? Y, debo decirlo, si alguien de mis afectos cercanos se angustia, es bronca de él, de ella, de quienes teman que yo recaiga.
Y no es que me importe poco, pero si se preocupan, es cosa de ellos, no mía. Yo tengo claro qué quiero y qué no quiero. Y tengo claro que no quiero convencer a nadie: yo lo estoy y eso me basta.
Sí, porque, a diferencia de lo que se pudiera creer, pensar, deducir, inferir… el medio artístico es igual que todos los demás medios: compuesto por personas con debilidades, con virtudes, fortalezas, vicios.. Es decir, es lo mismo que en todos lados: hay seres humanos, punto.
Y yo soy uno de ellos.
Y soy uno que no quiere estar mal, uno que no quiere meterse de nuevo al infierno de las drogas, a ese abismo lento y prolongado en el que uno va cayendo como en una pesadilla.
Mis pasos son los que me trajeron hasta este punto en el que puedo decidir, yo y nadie más que yo: qué es lo correcto en mi vida. Lo correcto para mí, lo correcto para mi persona, para mi salud, para mi tranquilidad, mi equilibrio, mi espiritualidad…
Y sinceramente le cuento que en verdad no pienso en el medio como lo pintan: lleno de vicios privados y virtudes públicas. Eso, no nos escondamos en esa careta de suedo moralina: eso se ve en todos lados, a todas horas…
Vengo a descubrir que el medio no es el que nos hace o nos forma en una actitud, sino que es la actitud con la que ingresemos a ese medio el que nos salv o nos hunde. Otra vez: que uno forja su destino, hoy, mañana, siempre.
Y porque, sinceramente, en mis andanzas por la vida trabajé en un lugar donde se impartían cursos de superación personal y ahí el gerente me regaló droga, el dueño tenía sus verdades a medias y sus lados oscuros, muy oscuros, y hasta algunos de sus colaboradores eran declarados consumidores de lo mismo: droga…
Ni viene al caso contar de quién hablo. Pero eso me dio la pauta de que uno no debe prejuzgar al medio, ni a la persona. Y me enseñó que cuando uno en verdad asume qué es lo que quiere hacer en la vida, y hacerlo por el resto de su vida, no habrá ventisca ni infierno que puedan tirar por la borda ese grandioso placer de hacer lo que uno quiere. Sea lo que sea.
Hoy, por eso, con la humildad del que ya sabe que no es más que nadie, que sabe que tampoco es menos que nadie, que simplemente es distinto en la forma y a veces en el fondo, regreso al medio que amo, que respeto, que conozco: el medio artístico de este país, que está lleno de gente igual que uno, on miedos, con inseguridades, que se disfrazan de frivolidad, a veces, de triunfo y gloria, otras, pero gente que en el fondo quiere hacer lo que todos queremos hacer: desempeñarnos en lo que nos mueve, en lo que no apasiona, en lo que nos hace sentir vivos.
Agradezco hoy a quienes m han escrito tantas y tantas cartas electrónicas: un abrazo a todos por las palabras de aliento, un beso a todos por los buenos deseos, y mi mano a quienes han entendió que uno puede pisar el infierno y salir de él, mi mano a los que crean que la vida es un regalo que se disfruta, no que se sufre.
Las cifras que informan sobre el incremento en el consumo de drogas no me hacen más que pensar en algo: hemos formado huestes de consumidores que están ansiosos por partirse la cara porque no les hemos enseñado a disfrutar la vida, porque les hemos impuesto reglas y normas que ni siquiera nosotros mismos somos consecuentes. Incongruencias entre lo que decimos y lo que hacemos, entre lo que pedimos y lo que damos.
No culpo a nadie, en serio. Cada uno controla sus pies, y sus pasos los llevarán a donde quieran.
¿Los míos? Los míos me están llevando a donde quiero: a ese placer de vivir en la li8bertad de elegir qué es lo que quiero vivir.
Y hoy quiero vivir de nuevo en el medio artístico, vivir como reportero de estos dos programas de televisión que se ven en México y Estados Unidos y América Latina.
Ya no tengo miedo, ya no tengo angustias.
Y hoy disfruto todo como pocos: si hay sol, si hay lluvia, si tengo hambre, si tengo sueño, si me enojo, si sonrío, y en mi cabeza pasan todos los pensamientos posibles día a día. El único que h desechado es el de una vida para sufrirla.
Ya no. Nunca más.
Se puede ser libre, muy libre. Sólo necesitas quitarte el miedo de serlo. Pero, de verdad, créeme, se puede.
NOTA DEL AUTOR: ésta entrega fue elaborada hace cerca de 6 años.

Mi jefe metió su nariz en una montaña de cocaína

Sólo había visto la cocaína en una película, y una de mis favoritas de todos los tiempos: Scarface (Caracortada, con Al Pacino) y hoy nadie puede negar que, de alguna manera, es una película aspiracional (en todos sentidos, jaja), pero ése no es el asunto que me remite a hablar de ello, no.
El asunto es que, de verdad, sabía muy poco de la cocaína, y apenas mi única referencia era esa película; sabía que era una droga, pero no sabía los efectos que causaba su consumo.
Así, al llegar a mis 23 años, más o menos, he contado, y gracias a mi actividad profesional, comencé a tener un mundo social que me era ajeno: comidas, cenas de trabajo que fueron la puerta abierta a que yo comenzara a consumir, primero, alcohol y, luego, droga.
Cauteloso, digamos, poco a poco fui consumiendo alcohol porque, de alguna manera, no era mal visto y hasta era casi obligado el vino en una comida, el aperitivo, el digestivo y esas costumbres que algunos no sabemos controlar. Alcoholismo social, le llaman, pero alcoholismo, de alguna manera.
Pues en mi historia profesional comenzó a correr el alcohol, las cenas, los trabajos, comencé a llenarme de ocupaciones y compromisos hasta que un día, una madrugada, quedé dormido en una oficina con unos amigos que seguían la fiesta si aparentes consecuencias.
Cuando abrí los ojos, en un escritorio había un montón de cocaína, y cuando digo montón, digo: mucha, demasiada cocaína. Unos 300 gramos, me imagino, y todos, absolutamente todos, hacían líneas en un vidrio y las inhalaban como si cualquiera la cosa y yo, confieso, me espanté. Ebrio aún, me invitaron a consumir, y pregunté que qué me pasaría.
“Nada, sólo se te va a cortar la borrachera y vas a sentirte como si nada”, me dijeron.
Yo, la verdad, me fui, pero a partir de ese momento uno de esos amigos, que era en turno mi jefe de trabajo, comenzó a insistir, a insistir, a insistir en que yo probara la droga, y tantas veces e ofreció en eventos, tantas veces me resistí. No quería siquiera probarla, no quería siquiera investigar qué ocurriría. Y cada vez que él me insistía, yo lo veía, lo recordaba sentado en su oficina inhalando de aquel montículo de droga, donde al final hizo su chiste muy de película: metió la nariz y la cara como Al Pacino en Caracortada, y luego de quedar “polveado”, soltó una carcajada que aún recuerdo y siento escalofrío.
Así, al paso del tiempo, yo asocié alcohol con cocaína, y pensaba que, si hasta el momento no había requerido su consumo, así me quedaría, pero no fue así.
Al tiempo no me explicaba yo porque mi jefe y ese grupo de amigos siempre, siempre estaban en la fiesta; yo, aún estudiante de universidad, corredor de 10 kilómetros diarios, no precisaba de eso, y cuando me iba de fiesta con ellos, al día siguiente yo preciaba de dormir, de descansar, mientras que ellos, al poco rato, ya estaban metidos en otra comida, en otra cena, en puro desmadre.
Pasaron los meses, dejaron de insistirme en que consumiera droga, y yo me fui llenando de trabajos alternos, de actividades profesionales y personales que me fueron alejando de la fiesta, pero llegó el momento en que de tanto insistir, mi jefe me convenció.
Tenía yo 7-8 trabajos, además del fijo; seguía yo en la escuela y mi cansancio cada vez era más notorio; había bajado de peso, no dormía bien, y el cansancio un día me llevó a dar al doctor, quien me dijo que le bajara a tanta actividad, pero no, no le hice caso.
Un día en que llegaba yo de un viaje internacional, fui al periódico donde comencé mi carrera profesional, y mi estado era deplorable: me veía verde, amarillento; agotado, cansado, y mi jefe me dijo, una vez más: “toma, date un pasón, y verás que te sentirás bien”. Me convencí que si eso me quitaría el cansancio, lo intentaría, y lo hice.
Y sí, el cansancio se fue como por arte de magia; pero el efecto, aparentemente noble, fue el primer paso para una autodestrucción que duró 13 años porque, a partir de ahí, durante 13 años consumí droga todos los días, hasta caer en un estado deplorable en serio en donde, estúpidamente, yo quería terminar como mi jefe y como el personaje de Al Pacino, metiendo mi nariz y mi cara en un montículo de mierda.
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Cuando mi ex esposa descubrió los sobres de cocaína

A estas alturas, sobra decir que estoy divorciado, que mi matrimonio duró escasos dos años y medio y que hubo razones de sobra para que así sucediera.
Cuando la madre de mi hija y yo convenimos casarnos, traté de ser lo más honesto posible; ya saben: decirle todo sobre mi, cualidades, defectos… Traté de ser sincero, pero no pude decirle que consumía drogas. Sabía, por obvio, que de inmediato me dejaría y, en el mejor de los casos, trataría de ayudarme. Pero no, no pude decirlo y así enganché su vida a la mía, aún sabiendo que mi drogadicción nos causaría tremendo daño.
Y no, de novios no pudo darse cuenta porque mi adicción, como todo hábito, tenía tiempos y espacios: sólo en las noches; sólo al llegar a casa; ése era el ritmo de mi adicción.
Y como todo lo que se construye mal, los problemas surgieron casi un mes antes de la boda. Yo, muerto de miedo de saber que no me casaba enamorado; ella, supongo, reaccionando a mis arranques, a mis enojos, reviraba y comenzamos a pelear.
A una semana de casarnos, la madre de mi ex esposa me habló por teléfono y me invitó a que abandonáramos esa historia. “Víctor –me dijo-, yo sé que no quieres a mi hija; algo me lo dice, por favor: ¡no te cases con ella! No hay problema, yo te pago lo que has gastado y, de verdad, no hay problema; no cometas una locura”, insistió.
Al escucharla, sentí que una puerta se abría, que había una forma de escapar, de huir de aquello de lo que yo mismo no estaba convencido, pero no, no lo hice y, a la semana, me casé.
Pensaba, sinceramente lo digo, que al casarme encontraría una especia de “freno”, que iría dejando la droga poco a poco, que construiría un hogar y no, pues no fue así.
Desde la luna de miel, como desde siempre, la droga estuvo presente, y ella no entendía cómo era que yo dormía poco en la noche y en el día me caía de sueño, y así, al regresar a nuestra casa, las cosas continuaron en ese tenor: mal, muy mal.
Según yo, para que ella no se diera cuenta del “levantón” que presentaba al llegar a casa, pues comencé a beber en las noches, y no poco, no: por lo menos un cuarto de litro de ron, de whisky, de lo que fuera para tratar de no ser tan notorio en mi consumo. Qué idiota era: lo único que hice fue hacerlo evidente.
Y así transcurrieron 4 meses cuando, sin más ni más, mi ex esposa me dijo que quería hablar conmigo: había encontrado en el bote de la basura los papeles y los celofanes donde venía la droga (aunque ya me había preguntado insistente en por qué tenía que salir en las noches a ver una persona que llegaba a mi casa casi a la medianoche; situación para la que, según yo, siempre había encontrado pretextos que, obvio, nunca me creyeron).
Esa noche me sentí mal, muy mal: me habían quitado la máscara y no tenía ni para dónde moverme. NO había excusas y, lo peor, no había ganas de salir de esa mierda. Y entonces fue que argumenté que todo estaba bajo control, que no pasaba nada, que yo no había dejado de cumplir, que la necesitaba para poder estar activo más horas de las que suele estar la gente (como no nos iba mal de dinero, pues yo tenía varios trabajos) y una cantidad más de estupideces que ella, en su sana intención de construir un matrimonio, escuchó atenta, llorando amargamente, con la carita llena de miedo, de pena, de angustia y así, decidió quedarse a mi lado para intentar convencerme de que resolviera ese problema de la droga.
Esa noche, recuerdo, tiramos la droga que yo guardaba en mi portafolio, y dormimos, ya entrada la madrugada, esperando que a la mañana siguiente comenzara una nueva historia y no, no fue así: mis ganas de destruirme fueron mayores y continué drogándome, cada noche, mientras escuchaba el llanto casi silencioso de mi ex esposa quien, al poco tiempo, me anunció que estaba embarazada.

La droga o cómo construirse una cruz de sufrimiento

Las diez de la noche de un día equis. Las equis horas de un día diez. Qué más da la precisión, la ubicación en eso que llamamos tiempo. ¡Cuánto tiempo perdí, ay, cuánto tiempo!
Noches enteras en vela, mirando al cielorraso de mi cuarto, el de un hotel, el que fuera. Apenas daban las diez, me urgía salir de donde fuera, de donde estuviera, para meterme en mi habitación, de soltero y la de casado también, para correr como imbécil al baño y abrir el sobre “mágico” que me llevaría al mundo de la estupidez, del abandono, de la enajenación, que es decir la negación de mi mismo y de todo lo que había construido.
Qué más da la precisión, la ubicación, si durante trece años fue el más completo estúpido, y recuerdo esas noches perfectamente: tirado en mi cama, solo, siempre solo, porque aunque estuviera acompañado, yo estaba solo, metido en mi droga, en mi mundo doloroso.
Pero ya no me duele, es más, me da risa. En serio, mucha risa.
¿Por qué?
Porque en un tiempo hasta llegué a creer que el sufrimiento era el paso necesario para llegar al gozo. Porque creí, en serio, lo juro, que había que llorar para saber reír. JA-JA-JA.
Y, la verdad, es una de esas tantas frases hechas que llegamos a tragarnos completitas y las hacemos propias y hasta las defendemos a ultranza.
Desde joven tuve inclinación por el dolor, por el sufrimiento, y crecí admirando a Marilyn Monroe, a Marlon Brando, a James Dean, a Neruda, a Oscar Wilde, y a tantos y tantos personajes atormentados y tormentosos. Creí que su dolor era el resultado de un proceso creativo que los impulsaba a generar, a crear, a ser. Y de ahí pasé a creer que yo tenía que vivir el drama, el sufrimiento como una manera de vida, como un modus vivendi que, incluso, me diera de comer y me permitiera llegar a ser tan famoso como aquellos que idolatraba.
(No es de risa, es en serio. Muy en serio. Y es importante para entender, luego, cómo pude salirme de esa mierda en la que vivía. Claro importante para el que quiera entender que salir de la droga –o de cualquier dependencia, emocional, física, moral…- no es un acto de valor ni de heroísmo, sino que es algo tan sencillo, pero ésta es harina de otro costal).
Porque hice de esa creencia un rezo, una plegaria: todos los días lo pensaba, todos los días lo analizaba con mi lógica y llegaba a esa conclusión: el sufrimiento era el camino.
Al llegar a los veinte años, y casi a punto de terminar mi carrera universitaria, casi a punto de iniciarme en los medios de comunicación, creí haber olvidado esa creencia. Sin embargo, el problema es que ya había metido esa información en mi cerebro y estaba sellada, así que justo seguí el camino que ya había trazado: comenzar a sufrir, a construirme una cruz enorme en la cual abrir los brazos y mirar desde el cielo para decirle al mundo: perdónalos porque no saben lo que hacen, y así culpar a los demás de mis errores.
Ofrezco disculpas si a alguien ofende esta imagen, pero pido que antes de juzgar relean el texto y entiendan: la pauta cultural y social en la que estaba inmerso, en la que sigo viviendo (ya sin contaminarme) me ayudó a programar a mi mente para la autodestrucción, para la auto conmiseración, y que de alguna forma una gran parte de la humanidad se la pasa construyendo su propia cruz para al final de sus días treparse a ella y decir que la culpa fue de los demás, que la vida fue injusta, que los amigos me orillaron, que yo no quería, que no pude dejar la droga, que el alcohol me venció… que se trata de enfermedades que no distinguen raza, credo, posición social… Jajaja. O sea, la estupidez de no querer tomar las riendas de mi vida es una enfermedad, y así justifico el seguir drogándome, el seguir alcoholizándome, al fin y al cabo estoy enfermo, y necesito que venga papá o mamá y me lleven al doctor, porque en esencia sigo siendo un inmaduro que insisto en echarle la culpa al vecino, al amigo, a la novia, la esposa, al trabajo, a la presión del trabajo, al sol y a la luna de las estupideces que cometo y que, en el fondo, entiendo perfectamente: quiero estar mal, quiero estar mal, quiero estar mal, y lo hago a la perfección.
Qué denso, qué denso. Y estas son conclusiones que hago en breves reflexiones durante el día porque hoy, como desde hace 8 años, cuando entro a mi habitación es para dormir, ya no para drogarme y estar como imbécil viendo el cielorraso, esperando que un milagro ocurriera sin que yo moviera un dedo.
Hoy creo que sí, que los milagros existen, lo juro, pero necesitan de uno para realizarse.

Droga en la luna de miel

Aún sigo sin entender las razones por las cuales me casé. Amor no era, eso me queda claro. No podría amar a nadie, si yo mismo no me amaba. No sé, pero me casé. Y lo que se supone debe ser un acontecimiento feliz, dichoso, pleno de alegría y fiesta, fue un triste acto de circo que terminó de estar mal cuando llegó el momento de la luna de miel, ese viaje que hacen dos para celebrar su unión ante diversas instancias.
Yo, ¿qué podía festejar, si no me casaba enamorado, siquiera?
Pero ya estaba metido en ese tren y no hallaba la manera de bajarme, detener y corregir el camino, así que una vez terminada la fiesta, y tras unos sucesos extraños en la casa de mi familia política, emprendimos el viaje.
¿Qué tipo de disfrute puede hallar en una aventura de ese tipo, alguien que está obsesionado más con una sustancia que con una persona? Ninguno. Al contrario, todo se fue convirtiendo en un tormento y en una estupidez más que cometía en mi contra.
La idea de estar 24 horas del día con alguien que no amaba ya era un tormento, y buscar la manera en que yo continuaría consumiendo mi dosis diaria sin que ella se diera cuenta, era la segunda complicación y, la tercera, que cuando yo consumía, he dicho en repetidas ocasiones, me entraba una paranoia que me impedía hablar, me tornaba irascible y me ponía, en pocas palabras, mal, muy mal.
Todo apuntaba, pues, para que aquel viaje fuera, en resumidas cuentas, un desastre, una tragedia para ambos.
Y sí, lo fue.
Trasnochados, desvelados, sin dormir ni una hora, llegamos a la playa, a Ixtapa, Zihuatanejo; una botella de champaña nos esperaba en la habitación y en lugar de hacer lo que, se entiende, haría una pareja de recién casados, yo fui directito a la botella de champaña para servirnos tremendas copas y quedar dormidos por varias horas, en una cosa fría, lejana, distante que ella no podía entender y yo no sabía explicar, porque hubo acercamientos, hubo preguntas, y ¿cómo le dices a la persona que se supone amas y con la que acabas de casarte que no quieres estar con ella? Quizá lo mejor hubiera sido justo eso: decirle que no quería, que no la amaba, pero no, no pude, no quise, ni siquiera lo intenté, y ahí fui, una vez más, a darle vueltas a mi propia vida.
Despertamos pasado el mediodía, y ya sin los efectos inmediatos de mi adicción y de mi consumo de esa mañana, intenté que aquello pareciera una luna de miel como uno se imagina que deben ser esos eventos en la vida de un ser humano; juro, hasta intenté ser amoroso, cariñoso, y nomás no me salía; estaba aterrado de estar consciente que esa no era la decisión correcta de mi vida.
Así transcurrió la tarde, llegó la noche, salimos a cenar, a bailar, a intentar disfrutar lo que cada vez se convertía para mí en un tormento inexplicable, y una vez entrada la madrugada, nos volvimos al hotel a intentar hacer lo que se supone que hacen dos que se aman, y una vez que llegó la madrigada, una vez que ella se quedó dormida, yo me paré de inmediato al clóset, abrí mi maleta y saqué un sobre de los varios que llevaba y me metí al baño a consumir droga, mientras sentía que debía salir corriendo de ahí, mientras pensaba que qué diablos estaba haciendo de mi vida, tanto por la droga como por el matrimonio recién consumado.
Regresé a la cama, sin poder dormir, dando vueltas, encendí el televisor, intentando no hacer ruido, pero fue inevitable y ella se despertó, preguntando qué hacía sin dormir.
Supongo que en aquel entonces mi consumo era, digamos, moderado, y que mis reacciones no eran tan evidentes como para que ella se diera cuenta de mi intoxicación, y así fueron los días, las noches, las madrugadas en que yo huía de las responsabilidades maritales, argumentando no sé qué cosas que, supongo, ella creyó, aunque le hayan resultado extrañas.
Así, con más preguntas que respuestas, transcurrieron 7 días con sus 7 noches; ¿por qué no me acercaba? ¿por qué la rechazaba? ¿por qué de pronto todo parecía frío y distante? ¿Por qué, por qué, por qué, por qué…?
Lamento tanto haber provocado tanto dolor en alguien que, ilusionada, esperaba otra cosa de su vida a mi lado.
Y yo, al ver esa cara de tristeza infinita, me había prometido que al regresar a la ciudad, intentaría resolver ese problema.
Regresamos un sábado al mediodía, fuimos a comer a casa de sus papás, que esperaban ansiosos las fotos, las historias, y lo único que vieron fue el rostro de una jovencita llenarse de lágrimas, y ya no preguntaron nada.
Al llegar, por fin, a nuestro departamento de recién casados, me juré que iba a resolver ese problema, pero sólo me engañaba, porque ya en el camino de regreso le había llamado al dealer para que, esa misma noche, me llevara más droga.
Y sí, una vez más, la que se suponía era la noche más esperada al regresar de la luna de miel, la eché a perder embriagándome, drogándome, mientras ella, en nuestra habitación, lloraba casi en silencio.

Del cigarro, del alcohol, las drogas y de capos muertos

Tendría 23 años, más o menos, cuando probé por primera vez la cocaína. Antes, a los 18, recién cumplidos, probé el alcohol en una fiesta despedida-de-soltero de un amigo y me cayó tan mal (el alcohol, no mi amigo), que definitivamente no fue mi droga predilecta y nunca lo ha sido (aunque eventualmente me tomo dos o tres tequilas), y entre los 18 y los 22, fumé marihuana en la Universidad, por probar, por sentirme aceptado en ese círculo, y en esta revisión de hechos debo admitir que aprendí a fumar a los 10 años. Sí, a los 10 años.
La vecina, que tenía 15, ya fumaba, a escondidas, pero fumaba, y por estar cerca de ella, por ser aceptado, comencé a fumar; no como vicio, sino como travesura, creo, un cigarro a escondidas, fumado entre los dos, hasta que una buena tarde-noche, mi papá me descubrió y me puso santa bofetada que me tiró el cigarro y me regañó muy feo, y me dijo: “Haz lo que quieras cuando tengas 18 años; si a esa edad quieres fumar, no podré decirte nada”.
Eso y mi argumento de “es que tú fumas” no funcionó, y la verdad es que ente el miedo a otra bofetada y a que en verdad no era un hábito arraigado, dejé de fumar hasta el día que cumplí 18 años en que, como si fuera un reto, comencé a fumar en serio. Ese día, recuerdo, mi papá entró a la casa al llegar del trabajo y me dijo: “¿qué estás haciendo?” –Fumando, me dijiste que al cumplir 18, y hoy los cumplo-. Ya no dijo nada y se fue a su recámara muy enojado.
En todas y cada una de estas circunstancias, recuerdo claramente que siempre supe que estaba haciendo algo indebido, incorrecto, que me estaba dañando, y aún así, en cada una continué.
A los 10 años sabía claramente qué era correcto y qué no lo era. Cuando algún compañerito del colegio llevaba revistas “para adultos”, cuando hacíamos una travesura, cuando sabíamos que alguno molestaba a una niña poniéndose debajo de la escalera para verle los calzones (sí, era algo común en esa edad), eran el tipo de actividades que hacíamos a escondidas, buscando que nadie nos viera porque perfectamente teníamos conciencia de que estábamos haciendo algo incorrecto.
Hoy, a tantos años de distancia, sigo preguntándome por qué hice tanta pendejada en mi vida, sobre todo en el tema de las adicciones; ¿por qué? En qué punto, un ser humano tiene plena conciencia de hacerse daño, e insiste, ¿por qué? ¿Por ese anhelo de pertenencia a un grupo? ¿Por miedo? ¿Por qué de verdad cree que será el escalón que hay que trepar para llegar (no sé a dónde)?
Hoy tengo 44 años, de los cuales 13 me drogué y llevo 8 años limpio de eso, y cuando veo, escucho o leo tantas y tantas campañas anti drogas, anti tabaco, anti alcohol, me pregunto: ¿nos habremos dado cuenta que no, que ninguna ha funcionado, que cada años aumentan los índices de consumo y delincuencia organizada? ¿Nos habremos dado cuenta que desde que en Estados Unidos se vivió la prohibición del alcohol, en los años 20’s del siglo pasado, nada ha cambiado, que tienen grandes índices de alcoholismo en aquel país?
¿Será que, matando capos de la mafia, metiendo a la cárcel a vendedores, incautando toneladas de cocaína, se acabará el problema tan grande de salud que vivimos en México en este renglón? Yo, la verdad, no lo creo.
Creo que cada vez que le decimos a un chavo que no lo haga, le estamos dando una bofetada como la que me dio mi padre y lo estamos retando a que, en su inmadurez, llegue a creer que encontrará la libertad haciendo justo lo que le dijeron que no haga.
Creo que la campaña Di sí a las drogas (si quieres destruir tu vida, si quieres arruinar tu salud, si quieres matarte), que implementó Leonardo Stemberg hace algunos años en su canal de TV, era genial, y nadie podrá decirme lo contrario; las que hemos tenido, en realidad, no han funcionado, y ésta, por miedo, fue censurada y atacada.
¿Cómo diablos le vamos a decir a nuestros hijos que sí a las drogas?, dijeron algunas voces. “No, claro, sigamos diciéndoles que no, que no, que no, que no, que no, que no; al fin y al cabo sabemos que no da resultado”, pensé yo.
Por eso, cuando me dicen que los vendedores de drogas, los capos del narcotráfico, envenenan a nuestros hijos, les digo que no, que los chavos, por muy chicos que estén, saben que incurren en algo indebido, en algo prohibido, en algo que hace daño; lo saben perfectamente; les digo que puede haber vendedores de mierda en cada esquina, pero que los chavos, niños y adolescentes quieran y compren mierda, es responsabilidad de lo que les decimos y les damos en las casas. Eso. No hay más. Se educa con el ejemplo, no con anuncios en la tv ni con campañas multimillonarias en los medios para vanagloriarse de que han atrapado o matado a capos de la droga.
Si ya vimos que prohibir no ha funcionado, ¿podremos admitir que NO hemos hecho lo correcto en cuestión de prevención?
No aplaudo a los vendedores de droga, ni digo que no haya que capturarlos, pero desde que recuerdo, desde que atraparon a Caro Quintero han transcurrido 25 años, y el problema sigue ahí, las toneladas de cocaína siguen ahí, en la calle, en las escuelas, en las casas donde, inicial y finalmente, educamos a bofetadas a nuestros hijos.
No es culpa de quien vende mierda; es responsabilidad de quien la compra, la inhala y hace de eso un hábito.

Los primeros días sin droga

¿Cómo y cuándo fue el primer día que pasé sin drogarme?
He dicho que durante 13 años, con sus días y sus noches, yo consumía cocaína; primero un poco; al cabo de los años, el consumo fue inmenso: 10 gramos diarios. Y cuando me preguntan si era mucho, les digo que siempre es mucho, que siempre es dañino.
Y para un adicto, la droga es un grillete que cargamos sin darnos cuenta (o sí, pero no queremos asumirlo), y así vamos por la vida, con una bola negra atada al tobillo, y esa bola negra es cada vez más pesada, cada vez más insostenible. Pero ahí estamos, haciendo malabares de peligro para no dejarla. En definitiva: el adicto no sabe ser libre, pero cree que goza de libertad y que puede hacer lo que quiera. “No, no tengo problemas; no, la droga no me controla”, esas y otras estupideces argumentamos cuando alguien osa, siquiera, sugerirnos que dejemos ese vicio.
¿Qué se siente ser libre? ¿Qué se piensa cuando uno ha comenzado a intentar dejar las drogas? Miedo, mucho miedo. Y no es justificación, pero cuando la Guerra Civil en Estados Unidos abolió la esclavitud; cuando en México la Revolución acabó con la esclavitud de muchos mexicanos, la historia fue la misma: hubo ex esclavos que se suicidaron; hubo esclavos que pidieron regresar a su condición, y fueron con los caciques y los hacendados a pedir que los regresaran. Con esto quiero explicar que una forma de vida, que un hábito esclaviza a cualquiera, y salir se de esos esquemas es bastante complejo. La libertad asusta, da miedo, porque significa una enorme carga de responsabilidad.
Durante 13 años no hubo día ni noche que no consumiera aunque fuera un poco de droga; 13 años… 4 mil 745 días, más o menos, haciendo la misma estupidez, formaron un hábito, una constante, un condicionamiento que, incluso, llegué a creer que era “normal”. Romper con eso estaba grueso, lo veía imposible, pero sucedió.
Tomaba yo un curso de superación personal (Contranalisis, de Leonardo Stemberg), más a fuerza que de ganas, y es tal la efectividad del curso que, sin planearlo, sin quererlo, un buen día me olvidé de comprar droga y así llegué a mi casa: con la bolsa vacía de veneno.
Apenas iba a abrir la puerta, me di cuenta que no había comprado droga, y como mi familia sabía de mis andanzas, no quise provocarles un enojo y decidí que ya no iba a salir, que ya me metía y, bueno, haría algo verdaderamente normal: llegué a cenar con ellos, platicamos y se les hizo raro (tanto como a mí) esa noche especial. Subí a dormirme tarde, para que el sueño me venciera y no estuviera yo pensando en la droga. Y, fue raro: no me costó trabajo conciliar el sueño y la ansiedad que pensé iba a sentir, nunca llegó.
Esa fue la primera noche en que pude dormir bien, en que mi cuerpo y mi mente descansaron suficiente. Y fue hermoso (sí, hermoso) dejar que cuerpo fluyera.
Al paso del tiempo, poco a poco, comencé a tener períodos más prolongados de sobriedad, y sería el curso, pero la verdad es que no tuve ataques de lo que llaman síndrome de abstinencia y no me puse loco cada vez que dejaba de drogarme durante varios días, semanas, meses.
Así, un día llegó en que la droga no me entró más; ese día en que me di cuenta que podía ser libre de verdad, en que ya no dependería de una sustancia para encerarme en mi mundo.
Y sí, me dio miedo ser responsable; me dio miedo tener que reiniciar mi vida en todos los niveles: social, familiar, laboral. 13 años tirados a la mierda tuvieron consecuencias, se entiende y, ni hablar, había que comenzar de nuevo.
Al tiempo, estar sin drogas ha sido el paraíso, ha sido la tierra prometida, la libertad verdadera, esa que me ha permitido seguir caminando, avanzando.
Y, ¿saben? Si siente muy bien vivir así como hoy vivo, sin ser esclavo de mi mismo, sin ser esclavo de una sustancia y no, ya no tengo prisa de recuperar ni de reconstruir nada; al tiempo, todo se ha ido acomodando en mi día a día. Entiendo así el sólo por hoy de algunos grupos de autoayuda; entiendo así que la vida es hoy, no ayer, no mañana; hoy. Y hoy camino libre, libre de veras.

El día que nació mi hija, lo “celebré” abandonándola para irme a drogar

Apenas teníamos 5 meses de casados, cuando mi ahora ex esposa me dijo: “estoy embarazada”. Y yo, que había soñado con la imagen hollywoodesca del enamorado esposo que cargaba a su mujer y la llenaba de besos mientras le acariciaba el vientre y daba gracias a dios por tal bendición, no llegó.
No. Fue, justamente, todo lo contrario.
Me enojé, me espanté y, literalmente, me fui de espaldas y caí en la cama, como si me hubiera caído una enorme y pesada losa encima.
¿Cómo que iba a ser padre; cómo que iba a cuidar y a ser responsable de alguien más, si no lo era siquiera conmigo?
¡¿Cómo?!
No pude con la noticia y me deprimí.
Sobra decir que ante tal reacción, mi ex esposa lloró;, obviamente, tampoco era lo que ella esperaba de ese momento.
Los dos lloramos; no juntos, no; nuestros dolores eran hermanados, pero de distintas procedencias. A ella se le había roto el sueño de la familia feliz, y a mí me aterraba el miedo de traer al mundo a un hijo con alguna discapacidad, alguna enfermedad y, más aún, el miedo de saberme y estar consciente que: si yo no había sido capaz de resolver mi adicción (porque durante mucho tiempo ni siquiera lo consideré “un problema”; ergo, no era responsable de mis actos), menos iba a ser capaz de ser responsable de alguien más, y éste “alguien más” sería un hijo mío.
Y así lloramos largas horas, pero las drogas alteran las emociones, y como por arte de magia, del llanto pasé al enojo y a las ganas de desquitarme (no sé de qué, pero ésa era la sensación), de provocar un lío (supongo que en mi inconsciencia y en mi cobardía, buscaba que fuera ella, mi ex esposa, quien tomara la decisión de romper con todo, para no ser yo –más- “el malo del cuento”).
Miedo, insisto, miedo por no saber hablar; miedo por no querer decir, por no intentar. Miedo, miedo, miedo. Y no es excusa, no; era miedo real a romper con lo que durante tantos años había creído que era la regla, lo “normal”: casarme, tener hijos…
Y ese miedo fue el que me impulsó a pelear, a enojarme, a buscar que fuera ella la que tomara las decisiones que yo no me animaba. Pero, en ese momento, tampoco ella supo hacerlo. Y en su defensa diré, quizá, que su juventud también la llenó de miedo y así, ninguno de los dos supimos qué hacer.
¿Abortar? No, nunca pasó esa idea por la mente de ninguno de los dos. Al día siguiente del episodio, con todo y mi miedo, intenté convertir ese temor en cuidados, en cariños, en una bomba de tiempo que, tarde o temprano, explotaría de nueva cuenta.
Y así, tuvimos un embarazo muy complicado, de alto riesgo en el que yo, en lugar de detener mi consumo de droga, lo incrementaba. Los análisis, los estudios, nos habían indicado que la niña estaba bien, que no presentaba aparentes malformaciones o discapacidades, y eso me había tranquilizado enormemente. Y esa tranquilidad la utilizaba para continuar en mi adicción, sin importarme el llanto y el sufrimiento de mi ex esposa.
Fueron 8 largos meses desde que supe que iba a ser padre. Y el día llegó, al fin; un buen día llegó a este mundo Ana Ximena, mi hija. Mi familia, la familia de mi ex esposa, estaban ahí, todos mirando de reojo, enojados, esperando a ver a qué hora salía yo con alguna estupidez. Y no esperaron mucho, la verdad.
Ximena nació a la una y media de la mañana de un 27 de junio; la vimos en el cunero a las 2.30 am y, contrario a lo que usualmente hace un papá, un esposo, a las 3 de la mañana me fui a mi casa, ante el asombro de mis padres, de mis suegros, de mis hermanas y cuñados, argumentando una estupidez más: ¿para qué habría de quedarme ahí, pasar la noche en un hospital, si había enfermeras y médicos, por si algo se necesitaba?
No imagino el dolor, el llanto de mi ex esposa, ante ese abandono flagrante, pero lo entiendo a la distancia.
Yo me fui a nuestra casa, sin más ni más, a encerrarme a llorar y a drogarme y a emborracharme, a perderme aunque fuera unas horas.

Cuántas veces supliqué ayuda para dejar las drogas; las mismas que ignoré a quien me la ofrecía

Muchas veces, de muchas formas, pedí ayuda: grité, lloré, pero al final me escondía de quienes me tendían la mano para sacarme de las drogas.
Cuando mi ex esposa se enteró y confirmó por mí que, efectivamente, consumía drogas, se ofreció a ayudarme. A los 2 días del descubrimiento, Ana me llevó a una asociación civil donde brindaban ayuda a drogadictos; me puse soberbio, me alteré, y les dije que no sabían nada y me fui de ahí.
En realidad, yo buscaba quién me dijera: “haces bien, cómo no te vas a drogar si tienes tantas broncas emocionales, si tienes tanto trabajo que debes darte, por lo menos, un pasón de droga de vez en cuando”. No, nadie me dijo eso.
Nadie me diría eso, francamente.
Y me fui, mientras mi ex esposa lloraba y se quedaba sin saber qué hacer, acaso sólo creerme cuando yo le prometía que ya no, que no consumiría más droga. Promesas que nunca cumplí. No en ese tiempo.
La verdad es que cuando alguien osaba abordar el tema, fuera mi ex o algún amigo cercano, yo me ponía furioso, iracundo, y sacaba frases para “defenderme”, para argumentar mi soberbia y mi estupidez. Y nada, que si no lo pedía, no aceptaba comentarios en ese sentido.
Hubo incluso una fiesta, recuerdo, una celebración de 15 de septiembre en la que habíamos invitado a mi familia a la casa; esa noche, contra todo pronóstico, bebí, bebí, bebí tequila hasta embrutecerme, confiado en que al final sacaría mi sobrecito de “magia” y me quitaría la borrachera en un instante.
Y no, no fue así.
Aquella noche, el tequila debió star adulterado porque en un momento, me desconecté, no recuerdo nada de lo que ocurrió, pero mi familia y mi ex esposa vivieron, dicen, una de las peores noches de sus vidas.
Dicen que de repente, sin explicárselo, yo comencé a llorar, a pedir ayuda; abracé a una tía y le dije que tenía un problema: que consumía drogas y que ya no quería vivir esa situación. Todos habían escuchado mi confesión, y del asombro pasaron a querer ayudarme, reconfortarme, escucharme, pero ya no pude más y me solté llorando, y dicen que de un momento a otro comencé a patear los muebles, los sillones y que, así las cosas, decidieron irse, pidiendo a mi ex que se guardara en una de las recámaras, con mi hija y la nana de ésta, escondidas hasta que se me pasara el efecto.
El efecto del alcohol se me pasó: amanecí dormido en uno de los sillones; aún con la ropa puesta; con un inmenso dolor de cabeza y sorprendido de no recordar nada de mi zafarrancho.
Nada. En serio. Nada recordaba. Y lo primero que pensé fue que: si estaba yo en la sala, vestido, algo grave debía haber ocurrido. Fui a la recámara que compartía con mi ex esposa, y toqué, pues estaba puesto el seguro, y de repente me abrió ella, llorosa aún, y me dijo lo que había pasado. Mi reacción fue buscarme en la cartera la droga que, según yo, usaría para cortarme la borrachera: ahí estaba, intacta. Nunca la saqué, nunca la abrí. Mi recuerdo de esa noche llegaba a penas en el momento en que bebía un caballito de tequila.
Nada más pasaba por mi mente. Nada.
Mi ex me dijo todo el desfiguro que había hecho, y aunque no me dolían los brazos ni las piernas –dijo que había golpeado las paredes y los muebles con furia-, le creí; le creí que había hecho todo ese desorden porque, en el fondo, muy en el fondo, necesitaba ayuda y quería gritarlo a quien fuera, aunque no estuviera dispuesto a hacer nada por remediarlo.
Pasarían muchos años, muchos, y mucho sufrimiento, mucho dolor, para que me diera cuenta que, más que ayuda, en mi caso, como en el de muchos que viven esta situación, en realidad lo que necesitaba era tocar fondo.
Y para eso, aún me faltaban varios años.

La droga, mi hija… y más droga

He contado acerca del nacimiento de mi hija en circunstancias de conflicto: por un lado, la relación sin amor que había entre la mamá y yo y, por otro, el miedo que yo tenía de vivir, de enfrentar, de ser, de avanzar. Miedo en todos los sentidos. Pero resumido en uno: miedo de ser yo.
Tras el miedo a que Ximena naciera con alguna deficiencia, alguna enfermedad provocada por mi consumo de drogas, y al descubrir que no, que no había sucedido así (gracias a dios), su presencia en mi vida fue, es y ha sido una fiesta constante que, en cierto modo, creí que ella sí sería el freno a mi consumo de drogas, pero no, tampoco lo fue.
Al nacimiento de Ximena, comencé a cambiar ciertos hábitos, a llegar más temprano a mi casa, a pasar los fines de semana más tiempo con ella y con su mamá, pero al llegar la noche, cada noche, repetía el consumo.
A tal grado, que en la primera semana de haber nacido, la mamá quiso irse a vivir unos días con mi ex suegra para que la ayudaran a bañar a la niña, a darle de comer, etcétera y, una vez más, salí huyendo despavorido.
La idea era que durante una semana o dos, viviéramos en casa de mis ex suegros, lejos de mi centro de trabajo, lejos, my lejos, y ése era el pretexto ideal para decir que yo iría a verlas hasta el viernes en la noche, y que el domingo me regresaría a mi casa para el lunes comenzar mis labores de oficina normalmente.
Bueno, apenas lo sugerí, se armó el pleito; Ana, mi ex esposa, sabía que en verdad le estaba dando la vuelta a entrarle al paquete de cuidar y atender a la niña, y sabía que, estando solo, nadie me iba a frenar en mi adicción.
Con todo y todo, me fui a mi casa y sí, Ana tenía razón: no era el trabajo lo que me apuraba, no; era ese deseo irrefrenable de destruirme lo que me hacía huir de ahí.
A las dos semanas de esto, con muy pocas llamadas telefónicas de por medio, un viernes hablo a casa de mi ex suegra para pedir que me comunicaran con la mamá de mi hija, y más o menos recuerdo éste fue el diálogo:
“¿Me comunica con Ana, señora, por favor?
-¡Ah, te acordaste que tienes una esposa y una hija!-
Me cayó tan mal el comentario, aunque en el fondo sabía que el reclamo tenía un origen sensato, que de inmediato le pedí al chofer que yo tenía en Televisa, que me acompañara a recoger a mi ex esposa y a mi hija para llevarlas a mi casa.
He dicho que yo no consumía drogas durante el día (el mío era un hábito nocturno, netamente nocturno), pero esa vez, en aquel momento, me metí al baño y me di un jalón de cocaína que me hizo ponerme muy mal, muy tenso, muy alterado.
Y así me fui a recoger a la mamá y a la niña; llegamos a la casa, Juan Carlos, el chofer y asistente, bajó todas las cosas y las metió al carro, mientras mi suegra me pedía que las dejara, que no me las llevara, gritos que escuché sin prestar atención, sin que me importara.
Y así tomé camino de regreso, aún intoxicado, sin escuchar que la niña, la mamá, el chofer, me pedían que me tranquilizara; no escuché a nadie y así tomé camino por el Periférico del norte al sur.
Apenas había entrado al Periférico a la altura de Mundo E, la salida de Santa Mónica, cuando un conductor me “aventó” el auto, provocando que me frenara de súbito, provocando que mi hija casi se cayera del “bambineto”, lo que provocó a su vez que todo mi miedo y mi ira se desataran contra el conductor aquel.
Y así comenzó una carrera en pleno Periférico, una cacería de aquel que había osado provocarme en tales circunstancias, hasta que por fin le di alcance a la altura de Las Torres de Satélite y provoque que, a más de 120 km/ph se estampara en un muro de contención y yo saliera de ahí, como siempre, huyendo de mis actos.
Una estruendosa y estúpìda carcajada me hizo reaccionar, voltear a ver a Ana, a Juan Carlos (moreno intenso que casi se veía blanco del susto), y el llanto de Ana y de Ximena fue como un balde de agua helada. Mi “chiste” era una d las más grandes estupideces que había cometido, según yo, en aras de “defender” a mi hija.
Y así me di cuenta que el enemigo no estaba fuera; estaba en casa, estaba en mi cabeza, en mi mente.

Cocaína manchada de sangre

Hace 9 años, ya estaba en mi etapa de recuperación de las drogas. Ya había tenido largos períodos de abstinencia y ya me había demostrado que se vive mejor sin estar atado a una sustancia, sin embargo tuve recaídas, muchas, muchas en verdad, y como el dealer ya se había escondido ante mis ausencias, en una de esas alguien se ofreció a llevarme a comprar drogas en el barrio de Tepito.
El hecho resultaba curioso, ya que en los 13 años que fui consumidor, siempre me llevaron la droga a domicilio, y tras varios meses de abstinencia, uno llega a creer que puede volver a consumir, reducir la dosis, volver a esa etapa en la que, aparentemente, todo estaba bajo control, así que sintiéndome limpio, recaí y fui a Tepito con Lalo, mi amigo consumidor que me aseguraba que íbamos a comprar algo de muy buena calidad.
Íbamos en su viejo automóvil, y ya en el camino me contaba de sus aventuras en el barrio de Tepito. Lo que me dijo, se quedó corto con lo que vi ahí: parecía una de esas películas chinas donde se ve a todo mundo en bicicletas, sólo que acá eran mini motos donde dos chavitos, en casi todos los casos, adolescentes apenas, viajaban por todas las calles del barrio bravo. Así, de un lado a otro, las mini motos cruzaban avenidas, calles; iban, venían en un vaivén frenético, veloz… ¿El motivo? Pues para no entrar al barrio, los cientos, miles de compradores de droga, usaban a estos chavitos paraqué les acercaran, fuera del barrio, sus mercancías.
Y en lugar de que Lalo y un servidor fuéramos atendidos por estos mensajeros de la muerte, a mi cuate se le ocurrió que era mejor entrar al mero barrio, y así le hicimos, mientras yo me cagaba de miedo de saber que, al salir del barrio, siempre encontraríamos policías dispuestos a extorsionarnos.
Lalo me decía que le había puesto no sé qué cosa a su automóvil para guardar la droga cerca del motor, y para que el calor del mismo no la derritiera y para que, al revisarlo, los policías que a veces lo paraban al salir del barrio, no la encontraran.
Y ahí estaba yo, una vez más, como un imbécil arriesgando todo, la vida, la salud, la libertad, y así fuimos a una vecindad de lo más deprimente, de lo más deplorable, y mi cuate me dijo que me quedara afuera, en el auto, para que los vendedores no se complicaran al verme sin conocerme.
Y así lo hice: me quedé dentro del viejo auto, esperando, esperando, esperando, mentras pensaba que al salir nos iban a detener, como suelen hacer con los autos que los mismos moradores “señalan”, les •ponen el dedo” para que sepan que en ese vehículo hay drogas.
Pensaba que en cualquier momento saldría Lalo y que nos iríamos sin más ni más, y en eso estaba cuando justo a un lado del automóvil pasaron veloces varias mini motos, como huyendo, como escapando, y en una de ellas, un adolescente que iba sentado al revés, disparando una pistola contra un automóvil particular, pero en el que venían dos policías, también disparando contra los adolescentes.
Y la de malas: justo a un lado de mi ventana, se detuvo la patrulla, y el chofer salió y a mi lado, mientras que yo moría de miedo, comenzó a disparar a los jóvenes que huían, hasta que uno de sus tiros le dio en el hombro a uno de los niños que transportaban droga; el chavito cayó de la moto, sangrando, y el que conducía, se escapó sin más ni más. Sangre, ruido, gente corriendo, es lo único que recuerdo de esa tarde en la que Lalo aprovechó para irnos de inmediato del lugar sin generar sospechas, sin ser blanco de interés para los policías…
Al tiempo, muchas dudas surgen en mi cabeza: aún cuando agarren miles de toneladas, aún cuando maten a narcotraficantes, aún cuando la calle se tiña de rojo sangre de algún adolescente, la venta y el consumo de drogas siguen en pleno en esta ciudad; en Tepito o donde sea, pero los consumidores siempre tienen droga para destruirse.
Este sexenio, dicen, la droga ha derramado mucha sangre, y será que ahora la cocaína vendrá de color rojo, pero ni eso ha detenido el problema.
Por eso me atrevo a insistir: ¿será la prohibición una solución? ¿Será que derramar tanta sangre resuelva el problema? Yo, desde mi humilde punto de vista, no lo creo.

Drogado, casi tiran la puerta de mi casa, creyendo que estaba muerto…

¿Drogarme? No drogarme. Esa era una constante en mis pensamientos cada día, cada tarde, cada noche.
Hablar, pedir, comprar, embarcarme con miles de deudas y, bueno, al final el “diablito” de mis pensamientos ganaba y terminaba yo consumiendo drogas.
Esa es la historia que ya saben. La historia del miedo, también la he comentado.
Pero este episodio es nuevo: derrotado, fuera del medio periodístico de espectáculos en el que me muevo desde hace 23 años, buscaba fuerzas para salir de mi problemática y gracias al curso de Contranalisis, las fuerzas llegaron y me renovaron mi actitud ante la vida: ¡mi vida!
Sin embargo, el miedo me hacía recaer; cada vez que lograba algo, que rescataba alguna parte de mi vida… ¡zás!, al traste con todo.
Una novia, un trabajo, una posibilidad de regresar al medio en el que me había desenvuelto… algo ocurría y yo recaía.
Recuerdo cuando de un diario me hicieron la siguiente propuesta: por nota de portada, me pagarían, en aquel entonces, 3 mil pesos; o sea que si me aplicaba y trabajaba en forma, y por lo menos metía una nota diaria, en aquel entonces yo habría ganado algo así como 90 mil pesos mensuales siendo colaborador; es decir, con mi tiempo libre, con mis horarios. Mi cita para cerrar el trato era un jueves, recuerdo; pues en la noche del miércoles, estúpidamente, me dije: “pues esto merece celebrarse”, y la celebración fue, sí: drogarme. Así, luego de 4 meses de abstinencia, volví a caer; compré no sé cuántos gramos, me fui a mi casa y me atasqué de porquería.
Ya he contado cómo era este proceso, y hago una pausa para narrarlo de nuevo, porque es claro, evidente de la estupidez que estaba haciendo: compraba entre 6 a 10 gramos de droga; cada gramo por papel, y al llegar a mi casa, nunca antes, nunca fuera de ella, me metía de inmediato al baño, abría uno de los papeles con un gramo; “picaba” la droga hasta que quedara finita, finita; dividía en dos porciones y ¡zúmbale! De medio gramo por fosa nasal; un fregadazo en la nuca, en la frente; como una especie de golpe y de inmediato se me erizaba la piel, el cabello (quizá de ahí eso de “ponerse bien erizo”), como con una carga de electricidad, y de inmediato el malestar y el no poder frenarme en el consumo hasta acabar, de las 10 pm a las 5-6 de la mañana, con los 6-10 gramos de mierda.
Así, con esas ganas de “celebrar”, mi miedo se manifestaba y me hacía caer una y otra y otra vez, hasta llegar al punto en que eché a perder mi verdadera fiesta cuando me dijeron que ya, que tendría MI programa de televisión.
La cadena se llamaba Potencial Humano TV; transmitía a 180 ciudades de provincia, y era una gran-gran oportunidad de tener un espacio en un medio que hasta entonces me era desconocido.
Una tarde, Leonardo Stemberg, al ver que ya llevaba yo varios meses en el curso y que había comenzado mi proceso de recuperación, me dijo:
“Víctor, y ¿si te produces un programa de tv con periodistas? Son tus amigos; démosles un espacio para que se manifiesten, para que cuenten sus anécdotas, sus vivencias…” La idea me encantó, porque justo era el espacio ideal para tomarme un café con mis amigos periodistas de tantos años, entrevistarlos, pensando en que siempre cada ser humano tiene una historia qué contar, y así lo diseñamos.
En una semana y media, el programa estaba listo: Café Gráfico (hay algunas notas en medios como Reforma y El Universal on line), conducido y producido por Víctor Hugo Sánchez.
Y, como solía suceder: el miedo me atacó. Un dealer me llamó un domingo, y me dijo que andaba cerca de mi casa, y yo, en lugar de negarme, en lugar de rechazar, lo acepté, y le compré no 6, no: ¡12 gramos de cocaína!
Obvio, al día siguiente, lunes, comenzaba mi programa a las 10 de la mañana; mis invitados, mis amigos de la prensa estaban ahí para ser entrevistados y, de paso, hacerme entrevistas y fotos para promocionarme en sus medios… y no, nunca llegué.
Me desperté a las 11 am, y eso porque el teléfono no dejaba de sonar y porque alguien estaba a dos de tirar mi puerta: Gabriela Albarrán, una de mis mejores amigas quien, asustada, pensaba que algo extraño me había ocurrido, que me había muerto.
Recuerdo que a Leonardo y a mis amigos de la prensa les mentí, y les dije que había tenido un asalto. Obvio, nadie me creyó y pensé que me iban a correr del Canal y de la Organización de Leonardo, pero no fue así. El viejo barbón siguió creyendo en mi y, más que en mi, en su curso. “Te cagabas de miedo”, me dijo, como sacando un argumento de por qué mi ausencia el día del primer programa.
Sí, fue miedo, una vez más, doloroso y doliente miedo.
El programa continuó, de lunes a viernes, en vivo, a las 10 am, y nunca más falté porque ya estaba listo, ya estaba en ese proceso de recuperación en el que llevo 8 años y medio viviendo bien, sin miedos.

Tras la droga, viene la calma

Desde que somos niños, todos escuchamos que la droga es mala, que hace daño; que ser drogadicto es tremendo, y sentencias de esta índole, cientos, miles de veces; en la casa, en la escuela, en la calle en todos lados: el alcohol es malo, la droga es mala, el cigarro hace daño.
¿Qué ocurre, pues, en ese tiempo y el maldito instante en que alguien decide caer en el mismo esquema que caemos todos lo que hemos sido adictos a una sustancia ilegal o legal? Porque, sin temor a equivocarme, asumo que todos llegamos al mismo lugar: probar, para que no me cuenten. Y zás, ¿dónde quedó todo esa multitud de mensajes, de advertencias? ¿Dónde?
Uno inicia, por probar, por pretender entrar a un círculo; como sea, el inicio de algo prohibido es lo que nos atrae, nos seduce (¿?) y nos hace caer. ¿Por qué? No lo entiendo aún, pero en mi caso, y siempre hablaré de estos temas sólo por lo que me ha tocado vivir, sin pretender que esto sea una regla o una verdad absoluta, de nada sirvieron las advertencias, las charlas con mis padres, con mis maestros; de nada.
Un día, he contado, comencé a probar la droga, y me enganché de manera inmediata y así viví 13 años, drogándome todos los días, cada día, sin dejar ni siquiera un respiro.
Y, bueno, esa historia tuvo un final: un día dejé, definitivamente, de drogarme.
De eso hace ya 8 años y medio, y cabe señalar que en este tiempo he rescatado mi vida, mis afectos, mi trabajo… he rescatado mi vida y eso, como en los anuncios, no tiene precio.
Hoy, igual que desde hace 8 años y medio, sigo avanzando, sigo construyendo, sigo creciendo, aprendiendo, sigo cayendo, sigo levantando, sigo viviendo.
Hoy es para mí un día especial, porque de aquel Víctor Hugo autodestructivo, queda muy poco, casi nada, y es tan genial lo que tengo, que este lunes celebro 2 años de ser papá soltero, un regalo maravilloso, la cereza del pastel que aún cocino, cada día, todos los días.
Hoy, la vida es una gran oportunidad de ser feliz, de ser dichoso, con lo que tengo, con lo que soy, con lo que quiero ser. Y quiero ser y soy una persona feliz, capaz de compartir estas historias que, excepto la de hoy, siempre me sacuden y me mueven a darme cuenta que vivir bien es para lo único que hemos sido creados.
UN abrazo.

Despedida de soltero y luna de miel, nadando en la droga

Si bien es cierto que asociamos la idea de consumo de drogas y de alcohol con una fiesta eterna, mujeres, amigos, un reventón infinito, la verdad es que en mi caso nunca sucedió así. Como he explicado en otras ocasiones, al convertirse en un hábito (un mal hábito, claro), el consumo de droga tenía un patrón en mi conducta: sólo en las noches, y solo. Pocas veces consumí droga con otras personas; pocas, muy pocas veces estuve en “la fiesta”.
Bueno, pues mi despedida de soltero no fue la excepción. Desconcertante para mí y para mis amigos cercanos, los inmediatos, los que por insistencia me convencieron de “reventarnos “ la noche anterior a la boda.
Se había pensado, como se piensa en esos casos, una salida a un antro, a un table dance, a beber, a interactuar con mujeres (interactuar, jaja) pero no fue así; una, sólo he ido a los tables en casos inevitables de trabajo (en serio, aunque suene raro, por trabajo he tenido que ir); dos, tan nervioso estaba y con tanto miedo por el inminente cambio de esta civil, que no quería “reventarme” y al otro día amanecer con malestar, así que se pensó en algo muy simple: cenaríamos en mi casa, beberíamos, sí, pero a las 12 de la noche cada quien se iría.
Y nos dieron las 12, la 1 y las 2 y el que se fue, fui yo, a mi recámara, a consumir droga; dejé a mis amigos en la sala de mi casa, bebiendo, con cara de extrañados, como sin entender por qué el de la fiesta se iba, sin más, argumentando: no quiero amanecer crudo. En realidad, fue el pretexto para subirme a mi cuarto, a atascarme la nariz de polvo blanco (en aquel entonces no consumía más de 2 gramos al día), a “reflexionar” sobre lo que ocurriría al día siguiente.
¡Bah! Ni reflexioné ni nada. Sólo me fui a mi cuarto a embrutecerme más que lo que ya estaba con el alcohol de la cena, y a regodearme en mi miedo de saber que me casaba sin estar enamorado.
La mañana siguiente llegó; yo, con apenas 4 horas de sueño, me sentí bien, sin cruda, sin malestares más allá de la desvelada, y así comenzó el día más largo de toda mi vida: saber que en la tarde/noche daría un paso definitivo y para el cual una semana previa me habían abierto la puerta del escape y yo, tontamente, me aferré a no quedar mal con nadie y a asumir que me casaba, que me casaba, que me casaba.
Todas estas cosas pasaban por mi cabeza, pero lo que más ocupaba mi pensamiento era una sola cosa: ¿cómo diablos le haría para llevarme mis gramos de locura a la luna de miel? Sí, en esa tontería se iba mi mente todo el tiempo. Había invitado, obvio, a mis 2 vendedores de droga a que me acompañaran a la boda, con la esperanza que su regalo fuera una buena dotación de estupefaciente. Sólo uno de ellos llegó, pero con las manos vacías, así que me cabeza no estuvo en disfrutar o en sufrir la boda misma, sino en cómo iba a hacerle para el otro dealer llegara y me llevara mercancía.
Siempre estuve sonriente, bromista, más de nervios, en verdad, durante la boda religiosa, durante la boda civil, y durante la fiesta, me dije: ya estoy aquí, pues a bailar, a beber y convivir con todo mundo, no sin estar pendiente del celular por si me regresaba la llamada mi vendedor de tantos años.
Y, sí, por fin llamó, y yo salí del salón de fiestas argumentando no sé qué, y ante la mirada incrédula de muchos, incluyendo mi ex esposa, me salí a ver al dealer, quien, de regalo, me dio una dotación de 5 gramos que guardé celoso en el traje, y así, con una sonrisa enorme, enorme, me regresé a la fiesta.
MI ex esposa y yo terminamos todo el rollo de fiesta, tornaboda, que le llaman, cerca de las 4 am, y de ahí nos fuimos a casa de sus papás, porque el vuelo a la luna de miel salía a las 8 am, así que no dormiríamos ni un poco.
Y así, desvelados, algo cansados, un poco crudos, nos fuimos a la luna de miel; yo, con una tranquilidad de saber que en mi equipaje llevaba droga como para aguantar la semana entera de la luna de miel; ella, en la esperanza de cumplir un sueño que yo rompería a las primeras de cambio.
¿Cómo pudo ser una luna de miel, un momento se supone mágico de suyo, cuando uno de los dos sólo tenía su mente concentrada en qué momento podré consumir una dosis de droga?
Terrible, triste, deplorable. Y será motivo de la próxima entrega.

Sangre en mi nariz, labios dormidos… la pura fiesta

Cuando comencé a drogarme con cocaína, ésta era una droga cara, por decirlo de un modo; no eran tan popular ni tan fácil conseguirla, y generalmente era más pura que la que uno termina consumiendo.
Me explico y explico hasta donde alcanza a entender, porque ser consumidor y adicto no significa que uno sea experto en el tema, aclaro: la cocaína que consumía en un principio de mi adicción era casi pura, y había categorías; la mejor, siempre, le llamaban “de la del Papa”, por decir que era de la mejor calidad, si cabe el término.
Esa droga tan pura podía causar hemorragias instantáneas, y yo tuve varias de ese tipo. La primea, en una fiesta en el Pedregal, en casa de una actriz que nos daba una cena a varios periodistas de la vieja guardia en la que yo, aclaro, era el nuevo, el más joven, y comenzaba a destacarme por mis entrevistas y mis notas de portada.
Esa noche, para mí, fue como una especie de “bautizo” en el que, oficialmente, entraba yo a un círculo de amistades poderosas: empresarios de la farándula, productores de cine, actores, actrices que siempre había admirado, y ahora estaba yo en su mundo, y de verdad me la creí.
Y como algún pudor cabía en ese ambiente, no me tocó esa vez los ceniceros repletos para que cada quien se atendiera, no; esa vez, todos me seguían con la mirada, todos esperaban a que yo hiciera el menor movimiento y caminara para que alguna persona me siguiera.
Al cabo de dos horas, y sin saber lo que me esperaba, entré al baño con la sana intención de orinar, y en eso estaba cuando entró, sin más ni más, uno de los invitados, el esposo de una actriz y antes de que yo pudiera reaccionar, él sacaba un sobre, picaba la droga y me ofrecía con su tarjeta de crédito una pequeña dosis de polvo que acercó a mi nariz. “Ten; dale, es de la del Papa”, me dijo y yo, obediente, inhalé, inhalé fuerte, como para demostrarle que yo era experto, que sabía lo que hacía.
De repente, sentí un agudo dolor en la frente, en la cabeza, y sentí como si mi nariz hubiera aspirado vidrios porque de inmediato me vino una hemorragia y mi compañero de aventura sólo se río, aspiró su dosis y se salió del baño, dejándome espantado, sangrando, tratando de limpiarme y de parar el sangrado.
Al cabo de 15 minutos salí del baño, ya sin la hemorragia, apenado por la situación que, ciertamente, a nadie le importó gran cosa, y seguí en la fiesta hasta entrada la mañana.
Y, cómo son las cosas que aprendemos por imitación, que hasta creí que ese episodio era una copia de una película: Caracortada, la versión de Al Pacino, en la que el protagonista mete su nariz y su cara en un montón de droga, o la imagen de Michelle Pfeiffer cuando, al terminar de inhalar, ensaliva el dedo, lo mete en la cocaína y se masajea las encías y, en una de esas, sangra por la nariz. Y eso, suena estúpido, era lo que yo creía que debía ser: entrar a un mundo que yo creía elevado, polvear mi nariz y sangrar, hasta asentir la boca, los labios dormidos.
Al tiempo: ni entré a ese mundo (afortunadamente) y en cambio mi nariz quedó tan lacerada de tanta droga que, a la fecha, mi fosa nasal izquierda padece resequedad crónica.
De esa historia han transcurrido 17-18 años, y puedo decir que sobreviví a tanta fiesta, a tanto exceso.

A mis 44 años...

No, definitivamente no estoy viejo; soy un hombre maduro, lo que los gringos llaman middle-age-man, jajaja.
Pues a mi edad, y luego de haber atravesado por ciertas circunstancias que, ya habrán leído algunos, puedo decir con certeza y apego a mi realidad: soy un hombre feliz.
Sí, entendiendo la felicidad como esa capacidad de disfrutar el momento, el hoy, el ahora, sin pensar mucho en el ayer (acaso como un marco de referencia para evitar caer en los mismos errores)

Hace 8 años y medio me di la oportunidad de renacer

En estos días cumplo 8 años de haber dejado las drogas. 8 años de haberme dado la oportunidad de renacer.
No lo hice solo.
Ya había dejado yo mi puesto ejecutivo en Televisa (donde fui jefe de prensa durante 4 años), y apenas colaboraba con una columna de chismes de la farándula en el diario Reforma (De par en par, era el título de la entrega semanal), y estaba en una situación deprimente, desocupado toda la semana, con mi consumo a tope (el dinero comenzaba a escasear y la paga de la columna no alcanzaba para tanto).
Por fortuna, hace 9 años un gran amigo, Enrique Maccise me llamó una noche a la casa para preguntarme si quería trabajar con Leonardo Stemberg, un estudioso del comportamiento humano que en ese entonces tenía un canal de tv privado desde el cual transmitía a todo el país El Potencial Humano, y como yo había visto a Stemberg por tv y hasta había estado a dos de llamarlo para consultarlo sobre mi situación (en apariencia, él daba consejos a sus televidentes y recomendaba un curso), no dudé en visitarlo y ver de qué se trataba la oferta de trabajo.
Leonardo Stemberg es el tipo de persona que un puede prejuzgar a la primera: argentino, barba larga-larga, siempre de traje, vendedor de sí mismo y de su curso: Contranalisis.
Y ahí fui, buscando chamba más que resolver mi situación, y apenas entré a su oficina me pidió que le contara a qué me dedicaba y qué había hecho, profesionalmente hablando.
A los 20 minutos me dijo: “Eres la persona indicada; ¿cuánto quieres ganar?”, y ahí encontré la solución a mi problema económico: iba a ganar poco menos de lo que había estado ganando en Televisa. “Eso, más lo de Reforma, claro que me alcanza para reventarme y cumplir con mis obligaciones”: ser padre divorciado, dar pensión alimenticia y colaborar en los gastos de la casa de mi madre, a donde me había ido a refugiar luego de mi divorcio.
En esa etapa, mi consumo estaba ya entre los 10 y los 6 gramos diarios; sí, ya no tenía vida; para ese entonces, me la pasaba encerrado en mi habitación, consumiendo, consumiendo, consumiendo; asó podían transcurrir dos-tres días, sin comer, sin dormir, sin salir siquiera a saludar a nadie.
Obvio, no era algo que podía o quería ventilar, así que no le dije a Leonardo nada. Y él me dio el trabajo de ser su jefe de prensa.
¿Qué vendía Leonardo? ¿Qué se hacía en la Organización Mundial para la paz Interior? No sabía ni me importaba. Tan mal estaba, que en lo único que pensaba era en que ya tendría dinero de nueva cuenta para comprar droga; en aquel entonces, me gastaba un promedio de mil 200 pesos diarios en eso y, créame, era en lo único que pensaba y lo único que me importaba.
Otra vez estaba ante la posibilidad de reconstruir lo que había tirado, y ¡zás! Estuve a un paso de volverlo a hacer: destruirme.
Al tercer día de haber comenzado a trabajar con Leonardo falté a la oficina; ¿el pretexto? No recuerdo con exactitud, pero debió ser una tontería. Y así comenzó una extraña relación en la que sólo Stemberg fue capaz de aguantar mi peor etapa de trabajo. Llegaba tarde a la oficina, me salía antes que todos y comencé a establecer un nuevo patrón: faltaba todos los martes y faltaba tooodos los jueves; el resto de los días, apenas iba, apenas me aparecía, y cuando iba a trabajar, en realidad me la pasaba hablando por teléfono, contándole a todo aquel que podía de la mala situación que atravesaba: estaba en pleno divorcio, tenía más de un año de no ver a mi hija (por razones ahora obvias, mi ex esposa no me permitía siquiera acercarme a la niña)
En resumen: no trabajaba como debía pero, eso sí, a la hora de cobrar, hasta pedía que me adelantaran el sueldo.
A la distancia, créame, no puedo entender qué pasaba por mi cabeza que no podía frenar ese consumo tan loco, tan exagerado: entre 10 y 6 gramos al día de droga; sí, todo el tiempo estaba alterado, a veces lo podía disimular, a veces no, y ahí estaba, en una oficina en la que yo tenía que tratar de generarle notas periodísticas a un señor que no entendía. Pero todo por serviré se acaba y el hilo se rompe, como siempre, por lo más delgado.
“Víctor, ¿puedo hacerte una pregunta muy tonta?”, me dijo Stemberg justo al tercer mes de haberme contratado.
“¿Qué hago con un empleado que no quiere trabajar, que falta varios días a la semana, que tiene problemas con el alcohol –él creyó que yo era alcohólico- y que ni siquiera ha tomado el curso de Contranalisis?”
Córrelo –le dije en un cinismo que aún me revienta porque sabía que me enfrentaba a mi-.
“¿Eso quisieras, que te corriera? ¿Cuánto ganas? Mira, ve a la gerencia y diles que te den un cheque de 100 mil pesos como liquidación”, dijo muy sereno y hasta que vio mi cara de asombro por “el premio” que iba a recibir, y aprovechando la reacción, agregó: “no, no, que mejor te den 150 mil pesos, Víctor, pero te advierto que el dinero no va a resolver tu problema y es muy probable que hasta lo empeore. No has entrado al curso, como un nene de 5 años me dices que no crees en mi curso si ni siquiera has entrado y no sabes de qué se trata, ¿cómo te atreves a decir que el curso no funciona? Vete, ve por tu dinero y no quiero volver a verte por acá”.
¡Charros, charros, charros! El primer regaño por mi conducta hizo que, al día siguiente, ya oficialmente despedido de ese trabajo, al día siguiente fuera yo el primero en entrar al dichoso curso de Contranalisis.
¿Qué pasó en el curso? ¿De dónde venía yo? ¿Hasta dónde había caído? Pareciera que me salté muchos años y la historia no se entienda quizá, pero quise hacer este salto porque, de verdad, el curso salvó mi vida, y más allá; sin ser un curso para adictos, alcohólicos, a mí me cambió la vida de manera casi mágica porque nunca me dijeron deja las drogas, porque ni siquiera me preguntaron qué tenía, por qué estaba ahí.
Al tercer mes de estar en el curso, con mi consumo a todo, con mis ausencias en el trabajo (Leonardo me dio una nueva oportunidad), un buen día, luego de 13 años de consumir drogas todos los días, un buen día se me olvidó, de veras, hablarle al dealer; un buen día llegué a casa y hasta el momento de abrir la puerta me di cuenta que no había comprado, que en todo el santo día me había ocupado de otras cosas, menos de pensar en comprar droga.
Esa noche no pude dormir, pensando y pensando cómo era posible que, luego de un hábito de todos los días, esa vez se me hubiera olvidado comprar.
Ahí, justo ahí comencé a renacer.

Dejar vicios es cuestión de fondo… sí, de tocarlo


Esta semana estaba a punto de cumplir 4 meses de haber dejado el cigarro y el refresco de Cola (aunque no ponga la marca, me gusta la que le gusta a todo el mundo; sí, la del Santa Claus) cuando “se me atravesó”  el Festival de Jazz en la Riviera Maya; sí, un pretexto para volver a fumar y tomar refresco.
Esta recaída me hace pensar en que quizá tengan razón los grupos de autoayuda y sí, uno siempre quede expuesto a la terrible posibilidad de recaer en otras adicciones, y aunque he cumplido 8 años de no consumir cocaína, vaya, creo que uno quizá nunca pueda cantar victoria y será mejor mantenerse alerta, despierto, por si ese demonio quisiera aparecerse de nuevo… aunque en mi caso, lo dudo mucho por varias razones.
Tocar fondo, en cada caso, es un proceso único e independiente; en el mío, fue un día leer la sentencia de un juez que determinaba: “se le condena a la pérdida de la Patria Potestad de su hija…”, lo que significaba que yo no volvería a ver a mi hija hasta que ella cumpliera 18 años y eso, siempre y cuando ella quisiera verme.
Ana Ximena, mi hija, tenía apenas 4 años cuando esto ocurrió. Y no, no fue por mis adicciones que perdí la Patria Potestad, curiosamente, sino por otras circunstancias que la ley considera más graves aún, como no da pensión alimenticia (que siempre dí, pero nunca pude comprobar en el juzgado; en fin, ni al caso).
De los 3 a los 4 años de edad, no pude ver a mi hija; su mamá, enojada, no me la permitía ver y, bueno, a ese año de sufrimiento se le acumuló esa sentencia que me cayó como un golpe en la cabeza.
Un amigo, Leonardo Stemberg, me dijo esa misma tarde en que había leído apenas la resolución del juzgado: “¡Te felicito! ¡Es lo mejor que pudo haberte pasado!”.
¿Cómo, cómo, cómo, cóooooomo? A ver, dónde encuentro el motivo de alegría, de dicha si te estoy diciendo que ya no podré ver a mi hija nunca más?, le pregunté realmente enojado, enfadado por lo que creí una burla.
“Mira, Víctor Hugo; todos tenemos un fondo, un hasta aquí; el tuyo no es quedarte en la calle, mendingando, asaltando para tener dinero para comprar droga; no está en tu naturaleza; puedes estar mal con las drogas, pero este suceso es tu fondo de dolor, y lo más hermoso  -así me lo dijo- de tocar fondo es que ya no hay más abajo, y entonces comienzas a buscar la manera de salir a flote. No pierdes a tu hija; entiende, la mamá está enojada, no sabe cómo defender a su hija… Te lo digo yo: antes de que te des cuenta, volverás a ver a tu hija, volverás a tu vida sin drogas”.
Le dije que era una estupidez lo que me estaba diciendo, que cómo se atrevía y no sé qué más.
Justo en aquel momento estaba yo en el sexto mes de mi curso de Contranalisis; mis períodos de abstinencia eran cada vez más prolongados y más firmes, así que una vez pasado el enojo, en lugar de preocuparme, me ocupé en resolver la situación que atravesaba.
Apoyado por él y por amigos entrañables –sí, para darle gusto al porro cibernético que me tacha de ser pobre, admitiré que eso de acumular dinero nunca se me ha dado-, pude pagar a uno de los mejores abogados en asuntos familiares, y pude celebrar mi renuncia a la cocaína con una maravillosa noticia: la ley me regresó la Patria Potestad de mi hija poco antes de que ella cumpliera los 5 años de edad.
MI caso causó jurisprudencia (que, entiendo, quiere decir que ahora es un referente en situaciones similares) pero, más allá de eso, la vida me ha dado oportunidad de recuperar tanto que, incluso, hoy mi hija vive conmigo; es decir, desde hace 2 años  tengo ahora la Guarda y Custodia de Ana Ximena, una niña a la que he aprendido a amar conforme he ido aprendiendo a quererme.
Hoy regresé de ese viaje de trabajo a la Riviera Maya, y regresé con una piedrita en el huarache: no me siento cómodo de haber retomado mis hábitos con el cigarro y el refresco pero, qué caray, así fue con la cocaína: poco a poco, con tropiezos, espero dejarlos definitivamente en breve.
Espero que el aprendizaje de aquella vez no tenga que repetirse y tenga yo que tocar fondo con el tabaco y las gaseosas, que mis pulmones o mis riñones me reclamen el abuso de estas sustancias.
Espero, en serio, haber aprendido la lección.

Dejar vicios es cuestión de fondo… sí, de tocarlo