miércoles, 24 de marzo de 2010

El día que nació mi hija, lo “celebré” abandonándola para irme a drogar

Apenas teníamos 5 meses de casados, cuando mi ahora ex esposa me dijo: “estoy embarazada”. Y yo, que había soñado con la imagen hollywoodesca del enamorado esposo que cargaba a su mujer y la llenaba de besos mientras le acariciaba el vientre y daba gracias a dios por tal bendición, no llegó.
No. Fue, justamente, todo lo contrario.
Me enojé, me espanté y, literalmente, me fui de espaldas y caí en la cama, como si me hubiera caído una enorme y pesada losa encima.
¿Cómo que iba a ser padre; cómo que iba a cuidar y a ser responsable de alguien más, si no lo era siquiera conmigo?
¡¿Cómo?!
No pude con la noticia y me deprimí.
Sobra decir que ante tal reacción, mi ex esposa lloró;, obviamente, tampoco era lo que ella esperaba de ese momento.
Los dos lloramos; no juntos, no; nuestros dolores eran hermanados, pero de distintas procedencias. A ella se le había roto el sueño de la familia feliz, y a mí me aterraba el miedo de traer al mundo a un hijo con alguna discapacidad, alguna enfermedad y, más aún, el miedo de saberme y estar consciente que: si yo no había sido capaz de resolver mi adicción (porque durante mucho tiempo ni siquiera lo consideré “un problema”; ergo, no era responsable de mis actos), menos iba a ser capaz de ser responsable de alguien más, y éste “alguien más” sería un hijo mío.
Y así lloramos largas horas, pero las drogas alteran las emociones, y como por arte de magia, del llanto pasé al enojo y a las ganas de desquitarme (no sé de qué, pero ésa era la sensación), de provocar un lío (supongo que en mi inconsciencia y en mi cobardía, buscaba que fuera ella, mi ex esposa, quien tomara la decisión de romper con todo, para no ser yo –más- “el malo del cuento”).
Miedo, insisto, miedo por no saber hablar; miedo por no querer decir, por no intentar. Miedo, miedo, miedo. Y no es excusa, no; era miedo real a romper con lo que durante tantos años había creído que era la regla, lo “normal”: casarme, tener hijos…
Y ese miedo fue el que me impulsó a pelear, a enojarme, a buscar que fuera ella la que tomara las decisiones que yo no me animaba. Pero, en ese momento, tampoco ella supo hacerlo. Y en su defensa diré, quizá, que su juventud también la llenó de miedo y así, ninguno de los dos supimos qué hacer.
¿Abortar? No, nunca pasó esa idea por la mente de ninguno de los dos. Al día siguiente del episodio, con todo y mi miedo, intenté convertir ese temor en cuidados, en cariños, en una bomba de tiempo que, tarde o temprano, explotaría de nueva cuenta.
Y así, tuvimos un embarazo muy complicado, de alto riesgo en el que yo, en lugar de detener mi consumo de droga, lo incrementaba. Los análisis, los estudios, nos habían indicado que la niña estaba bien, que no presentaba aparentes malformaciones o discapacidades, y eso me había tranquilizado enormemente. Y esa tranquilidad la utilizaba para continuar en mi adicción, sin importarme el llanto y el sufrimiento de mi ex esposa.
Fueron 8 largos meses desde que supe que iba a ser padre. Y el día llegó, al fin; un buen día llegó a este mundo Ana Ximena, mi hija. Mi familia, la familia de mi ex esposa, estaban ahí, todos mirando de reojo, enojados, esperando a ver a qué hora salía yo con alguna estupidez. Y no esperaron mucho, la verdad.
Ximena nació a la una y media de la mañana de un 27 de junio; la vimos en el cunero a las 2.30 am y, contrario a lo que usualmente hace un papá, un esposo, a las 3 de la mañana me fui a mi casa, ante el asombro de mis padres, de mis suegros, de mis hermanas y cuñados, argumentando una estupidez más: ¿para qué habría de quedarme ahí, pasar la noche en un hospital, si había enfermeras y médicos, por si algo se necesitaba?
No imagino el dolor, el llanto de mi ex esposa, ante ese abandono flagrante, pero lo entiendo a la distancia.
Yo me fui a nuestra casa, sin más ni más, a encerrarme a llorar y a drogarme y a emborracharme, a perderme aunque fuera unas horas.

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