miércoles, 24 de marzo de 2010

Sangre en mi nariz, labios dormidos… la pura fiesta

Cuando comencé a drogarme con cocaína, ésta era una droga cara, por decirlo de un modo; no eran tan popular ni tan fácil conseguirla, y generalmente era más pura que la que uno termina consumiendo.
Me explico y explico hasta donde alcanza a entender, porque ser consumidor y adicto no significa que uno sea experto en el tema, aclaro: la cocaína que consumía en un principio de mi adicción era casi pura, y había categorías; la mejor, siempre, le llamaban “de la del Papa”, por decir que era de la mejor calidad, si cabe el término.
Esa droga tan pura podía causar hemorragias instantáneas, y yo tuve varias de ese tipo. La primea, en una fiesta en el Pedregal, en casa de una actriz que nos daba una cena a varios periodistas de la vieja guardia en la que yo, aclaro, era el nuevo, el más joven, y comenzaba a destacarme por mis entrevistas y mis notas de portada.
Esa noche, para mí, fue como una especie de “bautizo” en el que, oficialmente, entraba yo a un círculo de amistades poderosas: empresarios de la farándula, productores de cine, actores, actrices que siempre había admirado, y ahora estaba yo en su mundo, y de verdad me la creí.
Y como algún pudor cabía en ese ambiente, no me tocó esa vez los ceniceros repletos para que cada quien se atendiera, no; esa vez, todos me seguían con la mirada, todos esperaban a que yo hiciera el menor movimiento y caminara para que alguna persona me siguiera.
Al cabo de dos horas, y sin saber lo que me esperaba, entré al baño con la sana intención de orinar, y en eso estaba cuando entró, sin más ni más, uno de los invitados, el esposo de una actriz y antes de que yo pudiera reaccionar, él sacaba un sobre, picaba la droga y me ofrecía con su tarjeta de crédito una pequeña dosis de polvo que acercó a mi nariz. “Ten; dale, es de la del Papa”, me dijo y yo, obediente, inhalé, inhalé fuerte, como para demostrarle que yo era experto, que sabía lo que hacía.
De repente, sentí un agudo dolor en la frente, en la cabeza, y sentí como si mi nariz hubiera aspirado vidrios porque de inmediato me vino una hemorragia y mi compañero de aventura sólo se río, aspiró su dosis y se salió del baño, dejándome espantado, sangrando, tratando de limpiarme y de parar el sangrado.
Al cabo de 15 minutos salí del baño, ya sin la hemorragia, apenado por la situación que, ciertamente, a nadie le importó gran cosa, y seguí en la fiesta hasta entrada la mañana.
Y, cómo son las cosas que aprendemos por imitación, que hasta creí que ese episodio era una copia de una película: Caracortada, la versión de Al Pacino, en la que el protagonista mete su nariz y su cara en un montón de droga, o la imagen de Michelle Pfeiffer cuando, al terminar de inhalar, ensaliva el dedo, lo mete en la cocaína y se masajea las encías y, en una de esas, sangra por la nariz. Y eso, suena estúpido, era lo que yo creía que debía ser: entrar a un mundo que yo creía elevado, polvear mi nariz y sangrar, hasta asentir la boca, los labios dormidos.
Al tiempo: ni entré a ese mundo (afortunadamente) y en cambio mi nariz quedó tan lacerada de tanta droga que, a la fecha, mi fosa nasal izquierda padece resequedad crónica.
De esa historia han transcurrido 17-18 años, y puedo decir que sobreviví a tanta fiesta, a tanto exceso.

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