miércoles, 24 de marzo de 2010

Mi jefe metió su nariz en una montaña de cocaína

Sólo había visto la cocaína en una película, y una de mis favoritas de todos los tiempos: Scarface (Caracortada, con Al Pacino) y hoy nadie puede negar que, de alguna manera, es una película aspiracional (en todos sentidos, jaja), pero ése no es el asunto que me remite a hablar de ello, no.
El asunto es que, de verdad, sabía muy poco de la cocaína, y apenas mi única referencia era esa película; sabía que era una droga, pero no sabía los efectos que causaba su consumo.
Así, al llegar a mis 23 años, más o menos, he contado, y gracias a mi actividad profesional, comencé a tener un mundo social que me era ajeno: comidas, cenas de trabajo que fueron la puerta abierta a que yo comenzara a consumir, primero, alcohol y, luego, droga.
Cauteloso, digamos, poco a poco fui consumiendo alcohol porque, de alguna manera, no era mal visto y hasta era casi obligado el vino en una comida, el aperitivo, el digestivo y esas costumbres que algunos no sabemos controlar. Alcoholismo social, le llaman, pero alcoholismo, de alguna manera.
Pues en mi historia profesional comenzó a correr el alcohol, las cenas, los trabajos, comencé a llenarme de ocupaciones y compromisos hasta que un día, una madrugada, quedé dormido en una oficina con unos amigos que seguían la fiesta si aparentes consecuencias.
Cuando abrí los ojos, en un escritorio había un montón de cocaína, y cuando digo montón, digo: mucha, demasiada cocaína. Unos 300 gramos, me imagino, y todos, absolutamente todos, hacían líneas en un vidrio y las inhalaban como si cualquiera la cosa y yo, confieso, me espanté. Ebrio aún, me invitaron a consumir, y pregunté que qué me pasaría.
“Nada, sólo se te va a cortar la borrachera y vas a sentirte como si nada”, me dijeron.
Yo, la verdad, me fui, pero a partir de ese momento uno de esos amigos, que era en turno mi jefe de trabajo, comenzó a insistir, a insistir, a insistir en que yo probara la droga, y tantas veces e ofreció en eventos, tantas veces me resistí. No quería siquiera probarla, no quería siquiera investigar qué ocurriría. Y cada vez que él me insistía, yo lo veía, lo recordaba sentado en su oficina inhalando de aquel montículo de droga, donde al final hizo su chiste muy de película: metió la nariz y la cara como Al Pacino en Caracortada, y luego de quedar “polveado”, soltó una carcajada que aún recuerdo y siento escalofrío.
Así, al paso del tiempo, yo asocié alcohol con cocaína, y pensaba que, si hasta el momento no había requerido su consumo, así me quedaría, pero no fue así.
Al tiempo no me explicaba yo porque mi jefe y ese grupo de amigos siempre, siempre estaban en la fiesta; yo, aún estudiante de universidad, corredor de 10 kilómetros diarios, no precisaba de eso, y cuando me iba de fiesta con ellos, al día siguiente yo preciaba de dormir, de descansar, mientras que ellos, al poco rato, ya estaban metidos en otra comida, en otra cena, en puro desmadre.
Pasaron los meses, dejaron de insistirme en que consumiera droga, y yo me fui llenando de trabajos alternos, de actividades profesionales y personales que me fueron alejando de la fiesta, pero llegó el momento en que de tanto insistir, mi jefe me convenció.
Tenía yo 7-8 trabajos, además del fijo; seguía yo en la escuela y mi cansancio cada vez era más notorio; había bajado de peso, no dormía bien, y el cansancio un día me llevó a dar al doctor, quien me dijo que le bajara a tanta actividad, pero no, no le hice caso.
Un día en que llegaba yo de un viaje internacional, fui al periódico donde comencé mi carrera profesional, y mi estado era deplorable: me veía verde, amarillento; agotado, cansado, y mi jefe me dijo, una vez más: “toma, date un pasón, y verás que te sentirás bien”. Me convencí que si eso me quitaría el cansancio, lo intentaría, y lo hice.
Y sí, el cansancio se fue como por arte de magia; pero el efecto, aparentemente noble, fue el primer paso para una autodestrucción que duró 13 años porque, a partir de ahí, durante 13 años consumí droga todos los días, hasta caer en un estado deplorable en serio en donde, estúpidamente, yo quería terminar como mi jefe y como el personaje de Al Pacino, metiendo mi nariz y mi cara en un montículo de mierda.
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