Relatos breves (a veces)de alguien que, confiesa, también ha vivido, ha muerto y ha vuelto a nacer en múltiples ocasiones. Un Fénix que resurge constantemente de sus cenizas.
martes, 30 de octubre de 2012
Nadie sabe para quién vende, y mucho menos a quién compra…
Una mañana abrió los ojos, enormes, como lo son, y se dio cuenta que el cuento se había acabado; que el sueño no había siquiera existido, y sintió, una vez más, esas ganas de escapar que la habían hecho tomar la decisión primigenia de su desventura.
Y tras los ojos, abrió ventanas, y tras las ventanas, que dejaron escapar el fantasma de un recuerdo irreal, abrió la puerta y salió a caminar, con nuevos sueños, con nuevas esperanzas, y una sortija de oro blanco, con diamante, en el que en algún momento había depositado una ilusión.
Fue a una, a dos, a tres… Recorrió cuantas casas de empeño pudo, empeñosa, ella, empañada la historia y el mismo anillo, como quien quiere vender una lámpara de Aladino, para liberarse del genio que ni siquiera cumplió un deseo: el compromiso de ser feliz.
Formal que es, fue de tienda en tienda preguntando, investigando, cuánto pagarían por su libertad, esa que a veces sujetamos a las cosas materiales, esa que conferimos a un recuerdo, a una palabra.
Una, dos, tres... cientos de toc-toc, y cientos de negativas porque, una cosa era que quisiera sacarle ventaja a la venta de la sortija, y otra era que quisieran verle la cara porque, cabe decir, cuando abrió sus enormes y hermosos ojos, se dio cuenta que además del sueño roto, había una luz y una esperanza de recuperar algo, acaso, de ese compromiso consigo misma.
Caminó, caminó, caminó. Ella dice que no fue tanto, pero en verdad sabía que llevaba cuatro años de recorrer tiendas y de tocar puertas, hasta que por fin encontró una, la mejor, a su parecer, sin saber que fue en ese momento en que estuvo lista para soltar la última de sus amarras.
Un mal encarado empleado, de esos que suelen hacer todo igual, sin ánimo, sin mediar emoción alguna a su trabajo, la atendió. Miró con cuidado, sacó de su escritorio una lupa de joyero y observó y observó la pieza hasta que hizo su mejor oferta: 4 mil. No más. Y como ella ya había vaciado su bolsa de “peros” (de esos que usa uno para arraigarse a ciertos recuerdos: “pero, sí…”, “es que, pero…”), aceptó los 4 mil sin chistar porque, además, era la mejor oferta que había recibido por recuperar su libertad. El tipo, sin mediar más palabra, sacó de su mugriento pantalón un fajo de billetes, y sin hacer nota, factura o nada comprometedor, pagó en cash, uno a uno, los billetes que ella tomó, sonriente, y una vez más abrió otra puerta: la de la tienda y su libertad.
Cuentan que algo extraordinario pasó después, a los pocos días, de hecho. Extraordinario y raro, si bien hay que aclarar:
Ella, con sus enormes ojos color, que abrió más que nunca, vio que un amigo suyo, cercano, había comprado el mismo anillo que ella había malbaratado, y que ese amigo lo entregaba en una cursi, horrenda y fatídica tarde, a una de sus mejores amigas. El mismo; la misma bolsa, el mismo y extraño anillo.
Así es el mundo, tan pequeño, tan redondo, a veces.
De lo que ocurrirá con aquellos nuevos poseedores, nadie sabe, aunque ella reza, en silencio, para que a ellos les funcione el compromiso. Y quienes la conocen cuentan que se le escucha murmurar "nadie sabe para quién vende, y mucho menos, quién comprará".
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