Despertó, como siempre, con el ánimo hasta el cielo.
Su infinita dicha estaba ahí, frente al espejo. Sin sonrisas, pero con esa paz interior que él conocía de sobrada manera.
Algunas lagañas, algunos dolorcillos. Qué importaba.
Se veía bien, aunque no caía mal una sonrisa.
Y sonrió, como sonríen los valientes, los guerreros, los Ícaros.
Qué más; él era un Fénix.
Al vestirse, se miró las alas:
Estaban rotas.
Algo desgastadas.
Y cómo no, si eran de esas alas que uno compra en el mercado, creyendo que son "de marca" y no, no lo eran.
Lo peor, o lo mejor, él, lo supo siempre. Pero necesitaba volar.
Cuando las compró, pensó: "Si las cuido, quizá puedan durar siempre; toda la vida, quizá".
Pero como esas mentiras que uno suele contarse, ésta también se venció.
Y esa mañana, como todas las mañanas, él se miró al espejo y no, ya no pudo engañarse: sus alas estaban rotas, roídas, casi sin plumas.
Y fue así que, como suelen hacer los Fénix, voló con gran esfuerzo hacia el sol y, como sucede en estos casos, se inmoló.
El sol lo abrasó, lo abrazó, y él lloró porque, aunque nadie lo sepa, los Fénix lloran cuando deben cambiar de alas.
Y lloró hasta lo más profundo que alguien puede llorar: en silencio. Absoluto silencio.
Y cayó, cayó, cayó... y también calló, porque así son los Fénix: lloran y mueren en silencio, hasta convertirse en cenizas.
Hace unos días, unas semanas, ese Fénix vuela alto, se divierte, hace piruetas en el cielo azul y piensa que ya, que ya es tiempo.
Hoy se mira al espejo, ha vuelto a sonreír. Tiene alas nuevas, hechas con manos de ángel, de esas que no se rompen, de esas que son altamente codiciadas en ese mundo de los cielos.
Sí, ni los Fénix saben cuánto tiempo tardarán en renacer de las cenizas, pero siempre, siempre lo hacen.
Hoy todos lo ven volar, y lo acompañan con sus sonrisas.
Quizá, sólo quizá, ya sea tiempo de anidar.
En esos ojos gitanos, de mar... quizá.