miércoles, 24 de marzo de 2010

Del cigarro, del alcohol, las drogas y de capos muertos

Tendría 23 años, más o menos, cuando probé por primera vez la cocaína. Antes, a los 18, recién cumplidos, probé el alcohol en una fiesta despedida-de-soltero de un amigo y me cayó tan mal (el alcohol, no mi amigo), que definitivamente no fue mi droga predilecta y nunca lo ha sido (aunque eventualmente me tomo dos o tres tequilas), y entre los 18 y los 22, fumé marihuana en la Universidad, por probar, por sentirme aceptado en ese círculo, y en esta revisión de hechos debo admitir que aprendí a fumar a los 10 años. Sí, a los 10 años.
La vecina, que tenía 15, ya fumaba, a escondidas, pero fumaba, y por estar cerca de ella, por ser aceptado, comencé a fumar; no como vicio, sino como travesura, creo, un cigarro a escondidas, fumado entre los dos, hasta que una buena tarde-noche, mi papá me descubrió y me puso santa bofetada que me tiró el cigarro y me regañó muy feo, y me dijo: “Haz lo que quieras cuando tengas 18 años; si a esa edad quieres fumar, no podré decirte nada”.
Eso y mi argumento de “es que tú fumas” no funcionó, y la verdad es que ente el miedo a otra bofetada y a que en verdad no era un hábito arraigado, dejé de fumar hasta el día que cumplí 18 años en que, como si fuera un reto, comencé a fumar en serio. Ese día, recuerdo, mi papá entró a la casa al llegar del trabajo y me dijo: “¿qué estás haciendo?” –Fumando, me dijiste que al cumplir 18, y hoy los cumplo-. Ya no dijo nada y se fue a su recámara muy enojado.
En todas y cada una de estas circunstancias, recuerdo claramente que siempre supe que estaba haciendo algo indebido, incorrecto, que me estaba dañando, y aún así, en cada una continué.
A los 10 años sabía claramente qué era correcto y qué no lo era. Cuando algún compañerito del colegio llevaba revistas “para adultos”, cuando hacíamos una travesura, cuando sabíamos que alguno molestaba a una niña poniéndose debajo de la escalera para verle los calzones (sí, era algo común en esa edad), eran el tipo de actividades que hacíamos a escondidas, buscando que nadie nos viera porque perfectamente teníamos conciencia de que estábamos haciendo algo incorrecto.
Hoy, a tantos años de distancia, sigo preguntándome por qué hice tanta pendejada en mi vida, sobre todo en el tema de las adicciones; ¿por qué? En qué punto, un ser humano tiene plena conciencia de hacerse daño, e insiste, ¿por qué? ¿Por ese anhelo de pertenencia a un grupo? ¿Por miedo? ¿Por qué de verdad cree que será el escalón que hay que trepar para llegar (no sé a dónde)?
Hoy tengo 44 años, de los cuales 13 me drogué y llevo 8 años limpio de eso, y cuando veo, escucho o leo tantas y tantas campañas anti drogas, anti tabaco, anti alcohol, me pregunto: ¿nos habremos dado cuenta que no, que ninguna ha funcionado, que cada años aumentan los índices de consumo y delincuencia organizada? ¿Nos habremos dado cuenta que desde que en Estados Unidos se vivió la prohibición del alcohol, en los años 20’s del siglo pasado, nada ha cambiado, que tienen grandes índices de alcoholismo en aquel país?
¿Será que, matando capos de la mafia, metiendo a la cárcel a vendedores, incautando toneladas de cocaína, se acabará el problema tan grande de salud que vivimos en México en este renglón? Yo, la verdad, no lo creo.
Creo que cada vez que le decimos a un chavo que no lo haga, le estamos dando una bofetada como la que me dio mi padre y lo estamos retando a que, en su inmadurez, llegue a creer que encontrará la libertad haciendo justo lo que le dijeron que no haga.
Creo que la campaña Di sí a las drogas (si quieres destruir tu vida, si quieres arruinar tu salud, si quieres matarte), que implementó Leonardo Stemberg hace algunos años en su canal de TV, era genial, y nadie podrá decirme lo contrario; las que hemos tenido, en realidad, no han funcionado, y ésta, por miedo, fue censurada y atacada.
¿Cómo diablos le vamos a decir a nuestros hijos que sí a las drogas?, dijeron algunas voces. “No, claro, sigamos diciéndoles que no, que no, que no, que no, que no, que no; al fin y al cabo sabemos que no da resultado”, pensé yo.
Por eso, cuando me dicen que los vendedores de drogas, los capos del narcotráfico, envenenan a nuestros hijos, les digo que no, que los chavos, por muy chicos que estén, saben que incurren en algo indebido, en algo prohibido, en algo que hace daño; lo saben perfectamente; les digo que puede haber vendedores de mierda en cada esquina, pero que los chavos, niños y adolescentes quieran y compren mierda, es responsabilidad de lo que les decimos y les damos en las casas. Eso. No hay más. Se educa con el ejemplo, no con anuncios en la tv ni con campañas multimillonarias en los medios para vanagloriarse de que han atrapado o matado a capos de la droga.
Si ya vimos que prohibir no ha funcionado, ¿podremos admitir que NO hemos hecho lo correcto en cuestión de prevención?
No aplaudo a los vendedores de droga, ni digo que no haya que capturarlos, pero desde que recuerdo, desde que atraparon a Caro Quintero han transcurrido 25 años, y el problema sigue ahí, las toneladas de cocaína siguen ahí, en la calle, en las escuelas, en las casas donde, inicial y finalmente, educamos a bofetadas a nuestros hijos.
No es culpa de quien vende mierda; es responsabilidad de quien la compra, la inhala y hace de eso un hábito.

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