miércoles, 24 de marzo de 2010

Cuando mi ex esposa descubrió los sobres de cocaína

A estas alturas, sobra decir que estoy divorciado, que mi matrimonio duró escasos dos años y medio y que hubo razones de sobra para que así sucediera.
Cuando la madre de mi hija y yo convenimos casarnos, traté de ser lo más honesto posible; ya saben: decirle todo sobre mi, cualidades, defectos… Traté de ser sincero, pero no pude decirle que consumía drogas. Sabía, por obvio, que de inmediato me dejaría y, en el mejor de los casos, trataría de ayudarme. Pero no, no pude decirlo y así enganché su vida a la mía, aún sabiendo que mi drogadicción nos causaría tremendo daño.
Y no, de novios no pudo darse cuenta porque mi adicción, como todo hábito, tenía tiempos y espacios: sólo en las noches; sólo al llegar a casa; ése era el ritmo de mi adicción.
Y como todo lo que se construye mal, los problemas surgieron casi un mes antes de la boda. Yo, muerto de miedo de saber que no me casaba enamorado; ella, supongo, reaccionando a mis arranques, a mis enojos, reviraba y comenzamos a pelear.
A una semana de casarnos, la madre de mi ex esposa me habló por teléfono y me invitó a que abandonáramos esa historia. “Víctor –me dijo-, yo sé que no quieres a mi hija; algo me lo dice, por favor: ¡no te cases con ella! No hay problema, yo te pago lo que has gastado y, de verdad, no hay problema; no cometas una locura”, insistió.
Al escucharla, sentí que una puerta se abría, que había una forma de escapar, de huir de aquello de lo que yo mismo no estaba convencido, pero no, no lo hice y, a la semana, me casé.
Pensaba, sinceramente lo digo, que al casarme encontraría una especia de “freno”, que iría dejando la droga poco a poco, que construiría un hogar y no, pues no fue así.
Desde la luna de miel, como desde siempre, la droga estuvo presente, y ella no entendía cómo era que yo dormía poco en la noche y en el día me caía de sueño, y así, al regresar a nuestra casa, las cosas continuaron en ese tenor: mal, muy mal.
Según yo, para que ella no se diera cuenta del “levantón” que presentaba al llegar a casa, pues comencé a beber en las noches, y no poco, no: por lo menos un cuarto de litro de ron, de whisky, de lo que fuera para tratar de no ser tan notorio en mi consumo. Qué idiota era: lo único que hice fue hacerlo evidente.
Y así transcurrieron 4 meses cuando, sin más ni más, mi ex esposa me dijo que quería hablar conmigo: había encontrado en el bote de la basura los papeles y los celofanes donde venía la droga (aunque ya me había preguntado insistente en por qué tenía que salir en las noches a ver una persona que llegaba a mi casa casi a la medianoche; situación para la que, según yo, siempre había encontrado pretextos que, obvio, nunca me creyeron).
Esa noche me sentí mal, muy mal: me habían quitado la máscara y no tenía ni para dónde moverme. NO había excusas y, lo peor, no había ganas de salir de esa mierda. Y entonces fue que argumenté que todo estaba bajo control, que no pasaba nada, que yo no había dejado de cumplir, que la necesitaba para poder estar activo más horas de las que suele estar la gente (como no nos iba mal de dinero, pues yo tenía varios trabajos) y una cantidad más de estupideces que ella, en su sana intención de construir un matrimonio, escuchó atenta, llorando amargamente, con la carita llena de miedo, de pena, de angustia y así, decidió quedarse a mi lado para intentar convencerme de que resolviera ese problema de la droga.
Esa noche, recuerdo, tiramos la droga que yo guardaba en mi portafolio, y dormimos, ya entrada la madrugada, esperando que a la mañana siguiente comenzara una nueva historia y no, no fue así: mis ganas de destruirme fueron mayores y continué drogándome, cada noche, mientras escuchaba el llanto casi silencioso de mi ex esposa quien, al poco tiempo, me anunció que estaba embarazada.

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