miércoles, 24 de marzo de 2010

Cómo y por qué comencé a drogarme...

Generalmente, uno comienza a drogarse por inseguridad y por estupidez; vaya, uno sabe perfectamente, se tengan 10, se tengan 15, se tengan 30 años, que fumar, que beber, que drogarse son actos insanos, dañinos, pero ahí vamos, intentando ser aceptados, intentando entrar en círculos de amistades, en círculos sociales, y cuando menos nos damos cuenta, el círculo se convirtió en una espiral descendente en la que uno cae, cae, cae, cae irremediablemente.
Este noviembre cumplo 8 años de haber salido del mundo de las drogas donde, en serio, caí muy feo, muy terrible, y es ésta experiencia de haber iniciado, de haber caído y de haber salido la que me permite comenzar este proyecto de columna que lo único que intentará es dejar testimonio para que, en el caso, alguno o muchos, miles, millones, puedan verse reflejados y sepan que sí existen salidas, que sí es posible rescatarnos y que siempre, siempre podemos volver a empezar.
¿Cómo comienza uno a drogarse?
No sé, y asumo que cada historia es distinta y que en esta diferencia, hay coincidencias que nos identifican y por eso estoy aquí, para decirle al mundo de adictos que existe en éste y en muchos países: se puede, salir; se debe salir.
Y aclaro: no se necesita ni ser valiente para reconocer la estupidez. Y el que consume droga, que me perdonen, no puede ser llamado de otra forma: es un imbécil, un estúpido, un inmaduro. Punto.
Reconocerse es asumirse, asumirse nos responsabiliza de nuestros actos y, al ser responsables, comenzamos a ser libres.
En 1989, a mis 24 años, consumí por primera vez cocaína y, debo admitirlo: sentí, efectivamente, que me refrescaba, que ante la apremiante carga de trabajo era como un respiro de oxígeno, como si hubiera descansado por varias horas… Esa fue la única ocasión en que sentí eso; nunca, N-U-N-C-A más volví a sentirla. La segunda, la tercera, la cuarta… 13 años más tarde siempre me sentí igual: mal y hasta creí que no podía dejar de hacerlo.
Cada inhalada era un pase seguro a la intranquilidad, al nerviosismo, a la ansiedad, a la aprehensión, a la paranoia. Sentía, desde la segunda vez y hasta la última, hace casi 8 años, que todos me veían, que todos me escuchaban, que todo me delataba, que todo se me caía.
Y, créanme, no es nada agradable. Del por qué insiste uno en consumir algo que no me hace sentir bien y, además de todo eso, me provoca malestar, ya hablaremos. Sucede igual con el alcohol: no sabe bien, no es agradable. Es una mentira que nos hemos dicho y nos la hemos creído. La neta, la neta, el cigarro, el alcohol y las drogas no saben bien, no hacen sentir bien. Pero tenemos tanta necesidad de sentirnos mal…
Era 1989. Ah, qué jovencito, qué enjundia… qué imbécil era.
Jefe de prensa de Salma Hayek y de Lucía Méndez, reportero de El Heraldo de México, atleta amateur que corría diez kilómetros diarios y hacía una hora de aeróbicos, y con todo y eso, comenzaba a destruirme, a perderme, a espantarme de lo que estaba construyendo.
Una noche, le dije, fue un jalón, como le dicen. Y al día siguiente fue otro, por la tarde, en la redacción.
Estaba cansado, o pretendía estarlo para tener el pretexto de pedirle al “amigo” que me había iniciado que “se mochara” con un jaloncito más. Y una vez más en el baño, el autoengaño: respirar, jalar hasta que duela, hasta que corte, hasta que sangre.
Pero, lo juro, la segunda vez no fue tan “maravillosa” como la primera. La segunda vez me hizo sentir mal, muy mal: sudor incontrolable, dilatación excesiva de mis pupilas, nerviosismo, ansiedad… Salí del baño hecho un pendejo con la quijada trabada, que no quería que nadie me hablara, que no quería ni contestar el teléfono ni voltear a ver a nadie, ni hacer nada que no fuera meterme en mi terminal de computadora y escribir, escribir, escribir para que nadie se acercara a platicar.
Me sudaba la frente, sentía una sed inmensa, imparable… Quería que alguien me ayudara, y fui tan perfectamente estúpido que recurrí al mismo amigo, quien de inmediato sugirió: córtala con un trago.
Y sí, este tarado fue a la cantina de la esquina y comenzó a entender la trilogía del hábito: cocaína, alcohol, tabaco.
Y durante muchos años este trío apareció en mi vida como algo indisoluble, como eso: un hábito perfectamente aprendido, perfectamente ejecutado. Como el perrito de Pablov: me tocaban la campanita del polvo, y mi mente asociaba: alcohol, tabaco.
Pero, debo confesarlo, esto apenas lo entendí hace 8 años: descifrar la estructura del hábito, que es lo que rompe madres en uno mismo: el hábito como un báculo innecesario que volvemos necesario, como ese muñeco de peluche que necesitamos para dormir, y que conforme crecemos se convierte en pijama favorita, en el vasito de leche, en el cigarrito para el baño, en la revista para evacuar, en la novia que sufrimos pero no dejamos… En todo aquello que sirve de pretexto para hacer o dejar de hacer lo que en verdad debemos hacer para lograr el único cometido verdaderamente inherente a la naturaleza humana: vivir, disfrutar este regalo que es la vida.
En 1989 yo era un triunfador: tenía siete trabajos alternos, terminaba mi carrera universitaria, ganaba buena lana y, cómo no iba a triunfar si ya hasta había entrado al entonces cerrado círculo de consumidores de cocaína.
Dígame si me equivoco: el consumidor es un imbécil, un estúpido que puede encontrar los pretextos que quiera con tal de entender y justificar su adicción.
No es un enfermo, no. La estupidez y la inmadurez no necesitan medicinas ni terapias.
Necesitan de madurez para evolucionar, para conocerse, reconocerse, asumirse, y liberarse.
Éste es el inicio de una historia que duró 13 años y que hoy espero le sirva a alguien para saber que se vale cagarla, pero que es obligación imperdonable no limpiarla.

1 comentario:

Trolls, favor de abstenerse. No son bienvenidos.