miércoles, 24 de marzo de 2010

Hace 8 años y medio me di la oportunidad de renacer

En estos días cumplo 8 años de haber dejado las drogas. 8 años de haberme dado la oportunidad de renacer.
No lo hice solo.
Ya había dejado yo mi puesto ejecutivo en Televisa (donde fui jefe de prensa durante 4 años), y apenas colaboraba con una columna de chismes de la farándula en el diario Reforma (De par en par, era el título de la entrega semanal), y estaba en una situación deprimente, desocupado toda la semana, con mi consumo a tope (el dinero comenzaba a escasear y la paga de la columna no alcanzaba para tanto).
Por fortuna, hace 9 años un gran amigo, Enrique Maccise me llamó una noche a la casa para preguntarme si quería trabajar con Leonardo Stemberg, un estudioso del comportamiento humano que en ese entonces tenía un canal de tv privado desde el cual transmitía a todo el país El Potencial Humano, y como yo había visto a Stemberg por tv y hasta había estado a dos de llamarlo para consultarlo sobre mi situación (en apariencia, él daba consejos a sus televidentes y recomendaba un curso), no dudé en visitarlo y ver de qué se trataba la oferta de trabajo.
Leonardo Stemberg es el tipo de persona que un puede prejuzgar a la primera: argentino, barba larga-larga, siempre de traje, vendedor de sí mismo y de su curso: Contranalisis.
Y ahí fui, buscando chamba más que resolver mi situación, y apenas entré a su oficina me pidió que le contara a qué me dedicaba y qué había hecho, profesionalmente hablando.
A los 20 minutos me dijo: “Eres la persona indicada; ¿cuánto quieres ganar?”, y ahí encontré la solución a mi problema económico: iba a ganar poco menos de lo que había estado ganando en Televisa. “Eso, más lo de Reforma, claro que me alcanza para reventarme y cumplir con mis obligaciones”: ser padre divorciado, dar pensión alimenticia y colaborar en los gastos de la casa de mi madre, a donde me había ido a refugiar luego de mi divorcio.
En esa etapa, mi consumo estaba ya entre los 10 y los 6 gramos diarios; sí, ya no tenía vida; para ese entonces, me la pasaba encerrado en mi habitación, consumiendo, consumiendo, consumiendo; asó podían transcurrir dos-tres días, sin comer, sin dormir, sin salir siquiera a saludar a nadie.
Obvio, no era algo que podía o quería ventilar, así que no le dije a Leonardo nada. Y él me dio el trabajo de ser su jefe de prensa.
¿Qué vendía Leonardo? ¿Qué se hacía en la Organización Mundial para la paz Interior? No sabía ni me importaba. Tan mal estaba, que en lo único que pensaba era en que ya tendría dinero de nueva cuenta para comprar droga; en aquel entonces, me gastaba un promedio de mil 200 pesos diarios en eso y, créame, era en lo único que pensaba y lo único que me importaba.
Otra vez estaba ante la posibilidad de reconstruir lo que había tirado, y ¡zás! Estuve a un paso de volverlo a hacer: destruirme.
Al tercer día de haber comenzado a trabajar con Leonardo falté a la oficina; ¿el pretexto? No recuerdo con exactitud, pero debió ser una tontería. Y así comenzó una extraña relación en la que sólo Stemberg fue capaz de aguantar mi peor etapa de trabajo. Llegaba tarde a la oficina, me salía antes que todos y comencé a establecer un nuevo patrón: faltaba todos los martes y faltaba tooodos los jueves; el resto de los días, apenas iba, apenas me aparecía, y cuando iba a trabajar, en realidad me la pasaba hablando por teléfono, contándole a todo aquel que podía de la mala situación que atravesaba: estaba en pleno divorcio, tenía más de un año de no ver a mi hija (por razones ahora obvias, mi ex esposa no me permitía siquiera acercarme a la niña)
En resumen: no trabajaba como debía pero, eso sí, a la hora de cobrar, hasta pedía que me adelantaran el sueldo.
A la distancia, créame, no puedo entender qué pasaba por mi cabeza que no podía frenar ese consumo tan loco, tan exagerado: entre 10 y 6 gramos al día de droga; sí, todo el tiempo estaba alterado, a veces lo podía disimular, a veces no, y ahí estaba, en una oficina en la que yo tenía que tratar de generarle notas periodísticas a un señor que no entendía. Pero todo por serviré se acaba y el hilo se rompe, como siempre, por lo más delgado.
“Víctor, ¿puedo hacerte una pregunta muy tonta?”, me dijo Stemberg justo al tercer mes de haberme contratado.
“¿Qué hago con un empleado que no quiere trabajar, que falta varios días a la semana, que tiene problemas con el alcohol –él creyó que yo era alcohólico- y que ni siquiera ha tomado el curso de Contranalisis?”
Córrelo –le dije en un cinismo que aún me revienta porque sabía que me enfrentaba a mi-.
“¿Eso quisieras, que te corriera? ¿Cuánto ganas? Mira, ve a la gerencia y diles que te den un cheque de 100 mil pesos como liquidación”, dijo muy sereno y hasta que vio mi cara de asombro por “el premio” que iba a recibir, y aprovechando la reacción, agregó: “no, no, que mejor te den 150 mil pesos, Víctor, pero te advierto que el dinero no va a resolver tu problema y es muy probable que hasta lo empeore. No has entrado al curso, como un nene de 5 años me dices que no crees en mi curso si ni siquiera has entrado y no sabes de qué se trata, ¿cómo te atreves a decir que el curso no funciona? Vete, ve por tu dinero y no quiero volver a verte por acá”.
¡Charros, charros, charros! El primer regaño por mi conducta hizo que, al día siguiente, ya oficialmente despedido de ese trabajo, al día siguiente fuera yo el primero en entrar al dichoso curso de Contranalisis.
¿Qué pasó en el curso? ¿De dónde venía yo? ¿Hasta dónde había caído? Pareciera que me salté muchos años y la historia no se entienda quizá, pero quise hacer este salto porque, de verdad, el curso salvó mi vida, y más allá; sin ser un curso para adictos, alcohólicos, a mí me cambió la vida de manera casi mágica porque nunca me dijeron deja las drogas, porque ni siquiera me preguntaron qué tenía, por qué estaba ahí.
Al tercer mes de estar en el curso, con mi consumo a todo, con mis ausencias en el trabajo (Leonardo me dio una nueva oportunidad), un buen día, luego de 13 años de consumir drogas todos los días, un buen día se me olvidó, de veras, hablarle al dealer; un buen día llegué a casa y hasta el momento de abrir la puerta me di cuenta que no había comprado, que en todo el santo día me había ocupado de otras cosas, menos de pensar en comprar droga.
Esa noche no pude dormir, pensando y pensando cómo era posible que, luego de un hábito de todos los días, esa vez se me hubiera olvidado comprar.
Ahí, justo ahí comencé a renacer.

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