miércoles, 24 de marzo de 2010

Droga en la luna de miel

Aún sigo sin entender las razones por las cuales me casé. Amor no era, eso me queda claro. No podría amar a nadie, si yo mismo no me amaba. No sé, pero me casé. Y lo que se supone debe ser un acontecimiento feliz, dichoso, pleno de alegría y fiesta, fue un triste acto de circo que terminó de estar mal cuando llegó el momento de la luna de miel, ese viaje que hacen dos para celebrar su unión ante diversas instancias.
Yo, ¿qué podía festejar, si no me casaba enamorado, siquiera?
Pero ya estaba metido en ese tren y no hallaba la manera de bajarme, detener y corregir el camino, así que una vez terminada la fiesta, y tras unos sucesos extraños en la casa de mi familia política, emprendimos el viaje.
¿Qué tipo de disfrute puede hallar en una aventura de ese tipo, alguien que está obsesionado más con una sustancia que con una persona? Ninguno. Al contrario, todo se fue convirtiendo en un tormento y en una estupidez más que cometía en mi contra.
La idea de estar 24 horas del día con alguien que no amaba ya era un tormento, y buscar la manera en que yo continuaría consumiendo mi dosis diaria sin que ella se diera cuenta, era la segunda complicación y, la tercera, que cuando yo consumía, he dicho en repetidas ocasiones, me entraba una paranoia que me impedía hablar, me tornaba irascible y me ponía, en pocas palabras, mal, muy mal.
Todo apuntaba, pues, para que aquel viaje fuera, en resumidas cuentas, un desastre, una tragedia para ambos.
Y sí, lo fue.
Trasnochados, desvelados, sin dormir ni una hora, llegamos a la playa, a Ixtapa, Zihuatanejo; una botella de champaña nos esperaba en la habitación y en lugar de hacer lo que, se entiende, haría una pareja de recién casados, yo fui directito a la botella de champaña para servirnos tremendas copas y quedar dormidos por varias horas, en una cosa fría, lejana, distante que ella no podía entender y yo no sabía explicar, porque hubo acercamientos, hubo preguntas, y ¿cómo le dices a la persona que se supone amas y con la que acabas de casarte que no quieres estar con ella? Quizá lo mejor hubiera sido justo eso: decirle que no quería, que no la amaba, pero no, no pude, no quise, ni siquiera lo intenté, y ahí fui, una vez más, a darle vueltas a mi propia vida.
Despertamos pasado el mediodía, y ya sin los efectos inmediatos de mi adicción y de mi consumo de esa mañana, intenté que aquello pareciera una luna de miel como uno se imagina que deben ser esos eventos en la vida de un ser humano; juro, hasta intenté ser amoroso, cariñoso, y nomás no me salía; estaba aterrado de estar consciente que esa no era la decisión correcta de mi vida.
Así transcurrió la tarde, llegó la noche, salimos a cenar, a bailar, a intentar disfrutar lo que cada vez se convertía para mí en un tormento inexplicable, y una vez entrada la madrugada, nos volvimos al hotel a intentar hacer lo que se supone que hacen dos que se aman, y una vez que llegó la madrigada, una vez que ella se quedó dormida, yo me paré de inmediato al clóset, abrí mi maleta y saqué un sobre de los varios que llevaba y me metí al baño a consumir droga, mientras sentía que debía salir corriendo de ahí, mientras pensaba que qué diablos estaba haciendo de mi vida, tanto por la droga como por el matrimonio recién consumado.
Regresé a la cama, sin poder dormir, dando vueltas, encendí el televisor, intentando no hacer ruido, pero fue inevitable y ella se despertó, preguntando qué hacía sin dormir.
Supongo que en aquel entonces mi consumo era, digamos, moderado, y que mis reacciones no eran tan evidentes como para que ella se diera cuenta de mi intoxicación, y así fueron los días, las noches, las madrugadas en que yo huía de las responsabilidades maritales, argumentando no sé qué cosas que, supongo, ella creyó, aunque le hayan resultado extrañas.
Así, con más preguntas que respuestas, transcurrieron 7 días con sus 7 noches; ¿por qué no me acercaba? ¿por qué la rechazaba? ¿por qué de pronto todo parecía frío y distante? ¿Por qué, por qué, por qué, por qué…?
Lamento tanto haber provocado tanto dolor en alguien que, ilusionada, esperaba otra cosa de su vida a mi lado.
Y yo, al ver esa cara de tristeza infinita, me había prometido que al regresar a la ciudad, intentaría resolver ese problema.
Regresamos un sábado al mediodía, fuimos a comer a casa de sus papás, que esperaban ansiosos las fotos, las historias, y lo único que vieron fue el rostro de una jovencita llenarse de lágrimas, y ya no preguntaron nada.
Al llegar, por fin, a nuestro departamento de recién casados, me juré que iba a resolver ese problema, pero sólo me engañaba, porque ya en el camino de regreso le había llamado al dealer para que, esa misma noche, me llevara más droga.
Y sí, una vez más, la que se suponía era la noche más esperada al regresar de la luna de miel, la eché a perder embriagándome, drogándome, mientras ella, en nuestra habitación, lloraba casi en silencio.

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