miércoles, 24 de marzo de 2010

La droga o cómo construirse una cruz de sufrimiento

Las diez de la noche de un día equis. Las equis horas de un día diez. Qué más da la precisión, la ubicación en eso que llamamos tiempo. ¡Cuánto tiempo perdí, ay, cuánto tiempo!
Noches enteras en vela, mirando al cielorraso de mi cuarto, el de un hotel, el que fuera. Apenas daban las diez, me urgía salir de donde fuera, de donde estuviera, para meterme en mi habitación, de soltero y la de casado también, para correr como imbécil al baño y abrir el sobre “mágico” que me llevaría al mundo de la estupidez, del abandono, de la enajenación, que es decir la negación de mi mismo y de todo lo que había construido.
Qué más da la precisión, la ubicación, si durante trece años fue el más completo estúpido, y recuerdo esas noches perfectamente: tirado en mi cama, solo, siempre solo, porque aunque estuviera acompañado, yo estaba solo, metido en mi droga, en mi mundo doloroso.
Pero ya no me duele, es más, me da risa. En serio, mucha risa.
¿Por qué?
Porque en un tiempo hasta llegué a creer que el sufrimiento era el paso necesario para llegar al gozo. Porque creí, en serio, lo juro, que había que llorar para saber reír. JA-JA-JA.
Y, la verdad, es una de esas tantas frases hechas que llegamos a tragarnos completitas y las hacemos propias y hasta las defendemos a ultranza.
Desde joven tuve inclinación por el dolor, por el sufrimiento, y crecí admirando a Marilyn Monroe, a Marlon Brando, a James Dean, a Neruda, a Oscar Wilde, y a tantos y tantos personajes atormentados y tormentosos. Creí que su dolor era el resultado de un proceso creativo que los impulsaba a generar, a crear, a ser. Y de ahí pasé a creer que yo tenía que vivir el drama, el sufrimiento como una manera de vida, como un modus vivendi que, incluso, me diera de comer y me permitiera llegar a ser tan famoso como aquellos que idolatraba.
(No es de risa, es en serio. Muy en serio. Y es importante para entender, luego, cómo pude salirme de esa mierda en la que vivía. Claro importante para el que quiera entender que salir de la droga –o de cualquier dependencia, emocional, física, moral…- no es un acto de valor ni de heroísmo, sino que es algo tan sencillo, pero ésta es harina de otro costal).
Porque hice de esa creencia un rezo, una plegaria: todos los días lo pensaba, todos los días lo analizaba con mi lógica y llegaba a esa conclusión: el sufrimiento era el camino.
Al llegar a los veinte años, y casi a punto de terminar mi carrera universitaria, casi a punto de iniciarme en los medios de comunicación, creí haber olvidado esa creencia. Sin embargo, el problema es que ya había metido esa información en mi cerebro y estaba sellada, así que justo seguí el camino que ya había trazado: comenzar a sufrir, a construirme una cruz enorme en la cual abrir los brazos y mirar desde el cielo para decirle al mundo: perdónalos porque no saben lo que hacen, y así culpar a los demás de mis errores.
Ofrezco disculpas si a alguien ofende esta imagen, pero pido que antes de juzgar relean el texto y entiendan: la pauta cultural y social en la que estaba inmerso, en la que sigo viviendo (ya sin contaminarme) me ayudó a programar a mi mente para la autodestrucción, para la auto conmiseración, y que de alguna forma una gran parte de la humanidad se la pasa construyendo su propia cruz para al final de sus días treparse a ella y decir que la culpa fue de los demás, que la vida fue injusta, que los amigos me orillaron, que yo no quería, que no pude dejar la droga, que el alcohol me venció… que se trata de enfermedades que no distinguen raza, credo, posición social… Jajaja. O sea, la estupidez de no querer tomar las riendas de mi vida es una enfermedad, y así justifico el seguir drogándome, el seguir alcoholizándome, al fin y al cabo estoy enfermo, y necesito que venga papá o mamá y me lleven al doctor, porque en esencia sigo siendo un inmaduro que insisto en echarle la culpa al vecino, al amigo, a la novia, la esposa, al trabajo, a la presión del trabajo, al sol y a la luna de las estupideces que cometo y que, en el fondo, entiendo perfectamente: quiero estar mal, quiero estar mal, quiero estar mal, y lo hago a la perfección.
Qué denso, qué denso. Y estas son conclusiones que hago en breves reflexiones durante el día porque hoy, como desde hace 8 años, cuando entro a mi habitación es para dormir, ya no para drogarme y estar como imbécil viendo el cielorraso, esperando que un milagro ocurriera sin que yo moviera un dedo.
Hoy creo que sí, que los milagros existen, lo juro, pero necesitan de uno para realizarse.

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